Es un honor escribir para el periódico El Jaya, de la ciudad que proviene mi familia materna y de la cual guardo mis más hermosos recuerdos de mi infancia; donde crecí hasta mis 16 años.
Por muchas razones, nos mudamos unos años después del Huracán David a Macorís. Vivíamos en la ciudad de Santo Domingo, donde nacimos mi hermana y yo. En esos tempranos 80s, aprendí el uso maestro de un tirapiedras improvisado, jugar basquetbol en la pared de alguna casa, siendo el canasto precisamente una pared blanca y por supuesto, a fabricar chichiguas con mis vecinos de la calle Padre Brea. El ponerme de cabeza sosteniéndome de alguna pared y quedarme allí hasta que sintiera desvanecerme; fueron de las más destacadas hazañas de una delgadísima niña llena de rizos rojos y actitud de saberlo todo. Mi canción del momento en aquella época, era el Himno Nacional. Estaba tan obsesionada con sus letras y su melodía que escribía una y otra vez sus estrofas en un cuaderno que tenía para practicar mi escritura. Muchas veces, recibía elogios de mi maestra de tercer grado en el CEPEP porque mis cuadernos estaban siempre limpios y bien cuidados, producto de un síndrome obsesivo compulsivo de tener todo impecable y perfecto…
De mis más lindas memorias, era montar mi bicicleta y hacer el largo y venturoso recorrido en mi bicicleta desde el colmado de Don King, hasta la estación de Gasolina que estaba próximo a la chuchilla de la Calle Salcedo con Avenida de Los Mártires. En ese recorrido, no paraba de «abanicar» saludos a Las Tejada, Los Núñez, Los González González, Los Castillo Mues, Los Saba; hasta llegar a la casa más linda y de la cual recibí la peor noticia de que la habían demolido: La casa de Doña Melba Marrero. Era la mejor de las aventuras sin ningún temor a ser secuestrada o atracada. El aire caliente de por las tardes, precisamente en verano; se mezclaba con las altas temperaturas y hacían que mis mejillas se pusieran rojas de tanto calor. Una que otra vez me creía una super héroe que salía por el espacio a conquistar.
Por otro lado, ¡cómo olvidar uno de los grandes placeres de mi vida que era el ir donde Lola, cuyo negocio también fue en alguna ocasión la parada de “Expreso Dominicano” y “La Metro” y sentarme allí con mi papá y comerme un derretido de queso con una batida de zapote…Qué felicidad la mía!
Ahora que soy adulta, y me di cuenta de que crecer es una trampa; mi terapia muchas veces ha sido el recordar mi niñez en Macorís, ya sea uno de esos viajes por la carretera vieja a Cenovi o tener de mascota una gallina japonesa que podía dormir en mi cuarto o una crianza de gusanos-orugas que se convertirían en Mariposas.
Esto, es solamente la introducción de lo que será, si ustedes los lectores y El Jaya me permiten, un aporte recurrente de mis vivencias, de lo que pienso siempre respetando y marcando limites sin ofender; de temas humanos cargado de mis propias emociones y mis opiniones al respecto. Compartir mucho de lo que he vivido, he soñado, celebrado y llorado…En este mundo, donde ahora mismo estamos todos de cabeza; no estaría de más leer cosas cargadas de solidaridad, valores y una que otra anécdota cómica que me identifiquen mi familia Fernández Pantaleón que amo tanto y con mi pueblo querido. Quiero compartir mis experiencias y sus marcas (no cicatrices) en mi alma y mi vida.
Decidí llamar a mi columna La Kuki y su bitácora en honor a mi apodo, que, al sol de hoy, mi familia y amigos me llaman así de cariño.
Gracias, una vez más por la oportunidad. Gracias a Don Adriano. Estoy más que entusiasmada de poder compartir lo que mis ojos han visto, mi mente ha aprendido, mis pies han caminado, mis manos han sostenido y mi corazón ha sentido como ciudadana, como hija, hermana, madre e inmigrante en los Estados Unidos; sin olvidar nunca mis raíces. Gracias.