Ser vago es una condición vergonzosa en la mayoría de las sociedades del mundo. Parece ser que el no querer hacer nada o hacer lo menos posible en esta vida atenta contra principios básicos del ser humano. De lejos viene el asunto ya que sus orígenes se remontan nada menos que a los tiempos del paraíso terrenal. Dios castigó a nuestros primeros padres por aquello de la manzana no con flagelos, cegueras u otras torturas que se llevaban en aquellas épocas, sino que lo hizo privándolos del idílico solaz que gozaban, el cual no era otra cosa que una pura vagancia divina y consentida, y los condenó al duro trabajo. A levantarse temprano, a ir a la oficina, al taller o la obra, a fichar, a bajar el lomo en el campo, a estudiar durante ocho nueve, diez horas diarias, a cocinar, a lavarse el cuerpo y la ropa, a manejar el carro entre tapones, a comprar con tarjeta de crédito, a sacar permisos oficiales, a pagar impuestos, a no estar parado ni un solo minuto del santo día.
Así, las sociedades a través de los tiempos y de los filtros de comportamiento que son las costumbres, han acabado por glorificar al Ser Siempre Ocupado, como el Hard Worker americano de nuestros días, o al ejecutivo estresado de camisa blanca y corbata aflojada, o al pluriempleado siempre nervioso que debe hacer su tercera o cuarta tarea diaria. Se levantan monumentos socialistas a los trabajadores, se otorgan medallas al mérito del trabajo, se exaltan los 50 años de servicios con relojes, tarjas y pines de oro y, por el contrario, han vilipendiado y estigmatizado de manera sistemática al Ente Pasivo y Contemplativo, El Vago, con mil calificativos despectivos tales como perezoso, haragán, gandul, flojo, parásito, inútil, y otros muchos recogidos en el diccionario.
Sin embargo, creemos que este pensamiento colectivo, además de prejuiciado, no puede ser más equivoco. Ser vago es un don como cualquier otro que se otorga a un grupo de seres humanos que, a diferencia de lo que pudiera creerse, tiene numerosas cualidades como la frugalidad y persistencia entre muchas otras, y además ocupan poco espacio pues en cada farol de la ciudad caben dos de ellos.
No todo el mundo da para ser vago. Se necesita mucho talento para buscarse y ganarse la vida diaria sin hacer nada, y una enorme determinación para renunciar a los placeres que proporcionan los bienes materiales, a la superación, al poder, a la ambición, a los finos manjares, a las bellas mujeres, a los carros de lujo, a los viajes, a la familia perfecta, a la riqueza desmedida. Y además, nadie niega – ni siquiera los más recalcitrantes – que el vago, al no trabajar, irónicamente pasa muchísimo trabajo para subsistir.
Somos de la creencia de que a este grupo hay que protegerlo y estimularlo. Los gobiernos de todo el mundo se han dado buena cuenta de que por su propia condición de vagos exigen poco, agradecen mucho y no se oponen a casi nada, y por eso los promueven por cientos de miles y millones a través de subsidios, tarjetas, seguros y otras tantas prestaciones solapadas siempre como sociales, en el entendimiento de que cuantos más logren producir, más afectos y menos opositores tendrán para alcanzar y mantener sus regímenes.
Y si alguien de su familia, un hijo suyo por ejemplo, le sale con este raro talento, no lo vilipendie, ni lo recrimine, no lo presione, déjelo tranquilo e incluso motívelo a fomentar tan curiosa cualidad. Después de todo, al ver la corrupción, la inversión de valores, la drogadicción, la depredación de los recursos, la criminalidad y tantos males severos que dominan nuestros tiempos, ser vago es algo tan inofensivo que, de seguro, en muy poco tiempo será reconocido como algo positivo y hasta deseable. Y si además al muchacho le da por escribir artículos sobre vagos, ni digamos.