Hace sesenta y ocho millones de años en pleno periodo cretácico fui un tiranosaurio de esos que ahora les llaman tan a la ligera t-rex. Nací en la zona llamada Manstrichtiense lo que corresponde a la América del Norte, concretamente en la actual Alberta por lo que ahora debería tener pasaporte canadiense.
Pero mis primeros ancestros de los que desciendo, los arcosaurios, datan de muchísimo antes ¡Nada menos que de hace 170 millones de años! y eran apenas del tamaño de un hombre, pero pasados cien millones de años más evolucionamos hasta alcanzar los 13 metros de altura y nueve toneladas de peso, los elefantes en comparación pesan seis.
Si, por extraño que parezca fui todo un señor tiranosaurio que viví con las características propias de esa especie, una enorme cabeza con un gran cráneo aunque con poco seso pensante dentro, los Einstein no estaban de moda ni tampoco hacían falta, una boca llena de terribles y afilados dientes, afortunadamente aún no se había inventado la odontología, pequeñas pero móviles extremidades delanteras y grandes patas traseras que permitían un fuerte impulso y correr muy rápido,.
Una larga y poderosa cola que equilibraba el gran peso corporal que servía a la vez de eficaz defensa, y sobre todo una monstruosa ferocidad para poder sobrevivir en tan despiadada época. Allí todo era atacar, arrasar, o defenderse, matar o morir de forma violenta, bestial, sin cuartel ni piedad alguna.
Por fortuna y por una casual combinación genética fui dotado de una agresividad muy superior a mis congéneres, que junto a unos cursos de ofensiva personal que tomé en un reputado tiranogimnasio consistentes en propinar ágiles dentelladas desgarradoras y mortales, me permitió ser un super depredador destacado, un bichán tiranosaurio, peleón, desafiante, retador, todo un matón, que era el estilo de personalidad más apreciado sobre todo por las hembras de aquel entonces.
Atacaba, destrozaba y devoraba todo lo que aparecía por mi camino, tiburones, caimanes, equidnas, tuataras, pero mi especialidad eran los dinosaurios hadrosáuridos y ceratópsidos con sus abundantes y apetecibles duras carnes.
De las muchas pelas que tuve en mi larga existencia recuerdo dos de ellas épicas. Una contra un Argentinosaurio que le apodaban ¡Che! y pretendía quitarme la novia que con tantos ardides amorosos había conquistado, pasaba de las cien toneladas, más de diez veces mi peso, medía 17 metros de alto, cuatro más que yo. Fue una batalla campal a mordiscos, empujones, coletazos que duró un par de horas, pero gracias a mis habilidades adquiridas en el gimnasio antes citadas pude arráncale el ojo derecho con lo que su alcance visual y agilidad disminuyó a mi favor, minutos después hice lo mismo con el izquierdo que le quedó colgando como una granada en sazón y una vez ciego fue presa fácil. Lo mastiqué, desgarré, y descuarticé, en grandes, múltiples y sangrantes pedazos y me alimenté de él durante una buena temporada si bien tuve que espantar a otros colegas que querían aprovecharse de sus despojos.
La segunda pelea fue un par de años después con un Ultrasauro por el nimio motivo de no ceder el paso en un cruce de caminos en el que yo llevaba la derecha preferente, se comenzó con una discusión, se pasaron a los insultos y escupitinajos, luego a las manos y al final a las trompadosaurias.
El tipo tenía un peso de ciento diez toneladas, diez más que el otro estúpido que tuvo la fatal desfachatez de faltarle el respeto a mi pareja, era una auténtica bestia de dinosaurio, llegaba a los veinte metros de alto como un edificio de cinco pisos de alto, pero su gran tamaño lo hacía bastante torpe de movimientos y de nuevo mi agilidad, astucia y técnicas combativas aprendidas, se impusieron cercenándole el cuello de un centenar de dentelladas. La masa de carne era tan enorme que pude convidar a muchos vecinos y colegas de las región a numerosos y sabrosos festines, las tripas alcanzaban los ciento cincuenta metros de largo y no se desperdició ni un solo centímetro, crudas y sanguinolentas estaban riquísimas.
Ni que decir tiene que cobré una gran fama de peleador imbatible y asesino sin escrúpulos, una especie de Claude Van Damme de ahora que no pierde un combate ni perdiendo. Eso me permitió ser considerado como una celebridad y por puro temor nadie osó nunca más a desafiarme. Así pude llegar a los veintiocho años de edad que era lo máximo que podíamos vivir los tiranosaurios si bien la mayoría moría antes por enfrentamientos a muerte, hambre o enfermedades.
Desde entonces hasta ahora he tenido cientos de miles de reencarnaciones, he sido mamut, ballena, cóndor, pitón, escolopendra, gavial, hiena, virus de Covid e infinitos animales más. Me han perseguido, cazado, enjaulado, comido, matado… pero siempre de algún resto de piel, carne, o hueso, más tarde o más temprano he podido resurgir en otro ser siempre diferente pero todos agresivos o peligrosos y en muchas ocasiones he podido continuar matando pues el mal instinto se transmite a través de millones de generaciones.
En esta última transmigración me he degradado al máximo y me ha tocado ser humano. No me gusta ser persona, para nada, es demasiado pensar, demasiadas leyes que lo prohíben u obligan todo, demasiadas costumbres que aceptar, demasiados trabajos que llevar a cabo, no se permite matar si no es en las guerras y si vas por libre te encarcelan, o te gasean, esto es horrible, insoportable después de ese enorme depredador que he sido.
He pensado hacerme soldado para seguir mis mandatos saurios que no me han abandonado en millones de años, quise hacerme marine norteamericano de esos que siempre están invadiendo, peleando, matando Bin Ladens y otros tipos por el estilo, pero me han rechazado por mi baja estatura ¡Quién lo iba a decir! de 17 metros cuando era de T-xy pasar a 1.50 metros que mido ahora.
Pero por fin he encontrado un oficio en el que me puedo realizar y entretener bastante. Bien, los dejo, tengo que cortar dos cuellos, tres piernas, sacar dos hígados y desenrollar una docena de intestinos. Por cierto, en esta vida me llamo Jack y vivo desde hace un tiempo en Londres, pueden visitarme cuando gusten, estoy a sus enteras órdenes. Ya saben, la herencia llama, o como también dicen, la cabra tira al monte