El otro día, para recuperar unas computadoras robadas en mi casa y halladas por la policía, tuve que ir a un destacamento como parte de un rosario de trámites necesarios, pero tediosos. El destacamento era uno cualquiera, de un barrio cualquiera y lo que allí sucedió es también un caso cualquiera, pues todos se hermanan en sus carencias.
En lo que llegaba el oficial encargado de la investigación para atendernos, estuvimos una hora sentados en un tosco e incómodo banquillo de madera con el único respaldo de una pared dura y nada limpia, en un el edificio que no era más que un viejo cascaron abatido por los años y los descuidos, con una pintura despintada, pisos gastados, unas luces pobres, muebles desportillados, un ambiente como para deprimir al más optimista de los optimistas, y para completar unos mosquitos que, por el tamaño, parecían murciélagos alimentados en granja.
Nos recordó, por puro contraste, a los cuarteles policiales de la serie sueca Wallander, tan limpios y ordenados ellos. Mientras tanto, reparamos en lo que llamaban cárcel, una ergástula con más aspecto de calabozo medieval que un lugar de detención en pleno siglo XXI. Así las cosas, trajeron en medio de un enorme griterío a un individuo al que un grupo de personas lo atraparon robando en un mercado.
Se trataba de un hombre de piel muy oscura, bajo, enjuto, desnudo de cintura para arriba, atadas las manos a la espalda con un enorme manojo de sogas, como un andullo de tabaco cibaeño, y nos recordó de inmediato esas películas americanas que llevan los apresados con unas esposas siempre relucientes. En la frente tenía un vendaje que le cubría una fuerte herida recibida en el proceso de su captura, también andaba descalzo, cojeando, y sangraba levemente por un pie. Por su aspecto y forma de hablar se veía que era un sujeto que provenía de muy bajo nivel social.
La catarata de preguntas que media docena de agentes le formulaban a la vez, en pleno patio del recinto policial, casi gritando, también nos trajo a la mente, por antítesis, los cuidadosos interrogatorios grabados, con un abogado junto al acusado, de la serie inglesa Prime Suspect. El presunto ladrón, aunque entendía todo muy bien, contestaba de manera vaga e incoherente. Al final lo metieron en la celda, sin maltratarlo.
Hay que reconocer que en estos casos la mayoría los apresados sacan debajo de la manga una gran capacidad histrionismo, mienten, tergiversan, olvidan, disimulan, como autodefensa para mostrarse el más tierno de los inocentes, y que bien pudieran en muchos casos rebanarle el cuello a sus víctimas, sin ningún miramiento.
El detenido lucía como uno pollo medio matado a escobazos, temblando de frío o de miedo, y con unos ojos asustados que recordaban a un corderito recién degollado. La escena era muy penosa, pues se nos parecía un Ecce Homo frente a unos Pilatos, lo comentamos con un señor que estaba junto a nosotros, a lo que respondió ¨ a esos delincuentes hay que matarlos a todos ¨.
Yo pensé que si en efecto había robado a la sociedad, merecía un castigo, pero siempre según la ley y proporcional al delito. Me pregunté además si a ese pobre infeliz, al no haber tenido acceso a una niñez plena, a la educación, a la obtención de un empleo digno y a tantas otras necesidades básicas, si no era esta sociedad, tan a menudo injusta, quien le robó primero y desde la más temprana edad, muchas de las cosas a las que tenía pleno derecho como persona.
Y claro, si amor con amor se paga, lo que con desamor se da, con desamor se recibe. Por cierto, creo que dejaré de ver las películas de policías extranjeras. Frustran de una manera tremenda.