Un señor ni viejo ni joven. ni joven ni viejo, pero ya con canas en la cabeza sale de su casa que está justo a la entrada de un parque, camina veintitrés metros, ni uno más ni un menos –los he medido con total exactitud- junto a un banco de los de sentarse. De pie, levanta sus brazos hasta tocar con las manos su nuca y en esa posición un tanto atlética gira su cuerpo de cintura para arriba, primero a la derecha y después hacia la izquierda, lo hace una sola vez y de paso mira el contorno como si el pedazo de parque que alcanza su vista fuera su propio dominio, que de alguna manera y en parte lo es, pues lleva años ejecutando lo mismo de lunes a viernes y excepto los días de lluvias, truenos y rayos, rara vez deja de hacerlo.
Después se sienta en el banco de sentarse, saca su teléfono celular y comienza una conversación en tono relativamente alto con no pocas gesticulaciones que dura entre una hora y hora y media. Ayer por ejemplo, estuvo dos horas completas. Suelo controlarlo durante mis paseos por ese parque ya que salgo a la misma hora y suelo caminar esos mismos tiempos
¿A quién llama? Me lo he preguntado infinitas veces ¿A una posible amante? ¿A la familia en Providence? ¿Controla algún negocio? ¿Contacta con amigos? ¿Habla con Putin sobre Ucrania? ¿Con Netanjahu sobre Oriente Medio? ¿ Asesora a Trump sobre atentados? ¿Invierte en las bolsas de Wall Street y Londres? ¿Tendrá conexiones con los venusianos? Después de acabar sus largas conversaciones cierra el aparato se levanta del banco de sentarse y regresa a su casa recorriendo de nuevo los veintitrés metros distantes después de haber practicado el moderno deporte del teléfoning que sin duda ejercita el pabellón auditivo y las posaderas.
Claro que ¿A mí qué me importa? Pero es que es tan difícil dominar ese gen de chismoso que todos tenemos…