El documento del CES sobre la relación con Haití parte de un supuesto que no resiste el análisis: se diseñan propuestas como si nuestro vecino fuese un socio funcional, capaz de cumplir compromisos estatales básicos. La realidad es otra. Haití no solo es un Estado colapsado, sino también una población que no ha alcanzado el estatus de nación.
Una nación no se define únicamente por compartir lengua o territorio, sino por la existencia de estructuras representativas, cohesión social y capacidad de acción colectiva. En Haití no existen gremios empresariales sólidos, partidos políticos funcionales, sindicatos estables ni sociedad civil organizada que puedan actuar como contrapartes legítimas. La llamada “nación haitiana” está hoy en manos de bandas criminales profundamente arraigadas en su tejido poblacional, al punto de resistir y desafiar a la propia Fuerza Multinacional encabezada por Kenia, cuya retirada evidencia el fracaso de la intervención.
En este contexto, hablar de cooperación binacional es una ficción técnica. Las áreas críticas —migración, comercio, seguridad, desarrollo fronterizo, asuntos laborales— dependen en gran medida de una contraparte haitiana que simplemente no existe. Cualquier intento de diseñar políticas dominicanas que asuman a Haití como interlocutor válido está condenado al fracaso.
La consecuencia es clara: la República Dominicana debe reformular sus políticas como unilaterales, soberanas y autosuficientes, sin depender de validación externa. La administración de la frontera, la regulación del comercio y la gestión de la migración deben organizarse bajo la lógica de la contención y el control interno, no de la reciprocidad bilateral.
La cooperación internacional, en lugar de presionar a la República Dominicana para asumir funciones que no le corresponden, debería concentrarse en reconstruir en Haití una institucionalidad mínima. Mientras ello no ocurra, lo único viable para la República Dominicana es actuar bajo la premisa de que al lado no tenemos un Estado, ni siquiera una nación, sino un vacío institucional ocupado por estructuras criminales.
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