«Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído…»
Borges: Un lector.
El lamento de Roland Barthes, leído en estos días de cuarentena en su libro El susurro del Lenguaje, al señalar que sus conciudadanos, los franceses, pese a poseer una cultura milenaria en aspectos de lectura y escritura, cada día leen menos; unido a las palabras de Andrew Cuomo, actual gobernador de Nueva York, describiendo la galopante propagación del Covi-19 en estos términos: “un fuego que arde a través de la hierba seca con un viento fuerte”, indicando esto que, tal vez, los días de reclusión domiciliaria se extenderán algún tiempo, me llevaron a preguntarme:
¿Y qué podría decirse de la asiduidad a la lectura de los dominicanos? Máxime cuando nuestra cultura en materia de lectura y escritura ni siquiera es bicentenaria.
Casualidad o no, hace unos días, encontré en mi correo electrónico la pregunta que me hiciera una inquieta alumna de la universidad sobre la mejor lectura posible en estos tiempos de cuarentena, aquella que combine lo clásico con lo placentero.
He de confesar que me colocó en aprietos, al solicitarme hacer recomendaciones de obras que, perteneciendo al llamado “canon literario”, trasciendan su condición de objeto de culto y tiendan al disfrute de su lector.
Lo que implica transitar preocupaciones perennes de los estudios literarios en pocas líneas, lo que a todas luces resulta imposible: las relativas al canon y al goce literario.
Una obra literaria para ser considerada canónica debe ser prototípica en su género. Sin embargo, no se debe ignorar que esa idea de canonicidad literaria constituye un vestigio de la pretensión totalizadora de la mentalidad occidental, imposible en el caso latinoamericano, gracias en gran medida a las vanguardias.
Así, se entiende por canónicos a aquellos textos que, por su significatividad, legitimación cultural (al constituirse en criterio para la norma común) y, como plantea Jorge Monteleone, su aspiración a la inamovilidad, se escriben sobre mármol. Aquellos libros que, en palabras de Wilde, se deben y es preciso leer.
Ahora bien, considerar para la propuesta de lectura requerida por la avispada estudiante el segundo punto sobre el disfrute, el cual ha sido un tema recurrente de los estudios literarios, específicamente en la llamada teoría de la recepción, me resulta más complicado aún.
Sin embargo, soy consciente que el texto literario siempre deberá ser tenido como entidad que llama al goce, alejándolo de las consignas y los andamios que procuran la odiosa ortopedia de la creatividad del lector; y más consciente aún de las infinitas posibilidades de gustos en los lectores, hijos de los deseos, anhelos e ilusiones de sus fantasías y su imaginación, del momento emocional, de sus años.
Recuerdo que cuando en el colegio me pidieron hacer un análisis de La Odisea, este libro me pareció pesado y difícil; sin embargo, cuando hice su relectura al final de la universidad con fines recreativos, su lectura me mantiene hasta hoy enamorado de la mitología griega.
En lo personal, me llaman a la atención aquellos libros con sabor al agridulce de la experiencia, cargados de mismidad y otredad, que me elevan en una nube de creación y diálogo con un conjunto de voces que, agazapadas en el hueco de mis recuerdos, me llaman a hundirme en la levedad del ser, más bien, de mi existir (porque no soy, solo existo azaetado por mi gloriosa finitud).
Esta solicitud hecha por aquella joven estudiante me colocó en la encrucijada de, como señalara John Ruskin (Sésamo y Lirios), tratar de enlistar algunos libros buenos para todo tiempo, no solo para una hora.
No obstante, consciente de la inclusión de algunos libros que solo se ubicarían en los bordes de lo canónico literario (aunque, en todo caso, cualquier establecimiento de lo canónico, independientemente de la época, estaría preñado de la subjetividad como punto de partida), propongo una breve lista de diez obras representativas de algunas de las épocas literarias de mayor fuerza creativa, estimándolas, además de entretenidas, provocadoras:
- Cándido o el optimismo (1759) de Voltaire.
- El Retrato Oval (1842) de Edgar Allan Poe.
- La dama de las camelias (1848) de Alexandre Dumas (hijo).
- Madame Bovary (1857) del gran Gustave Flaubert.
- Rimas y Leyendas (1871) de Gustavo Adolfo Bécquer.
- El extraño caso del Dr. Jeckyl y Mr Hyde (1886) de Robert Louis Stevenson.
- El retrato de Dorian Gray (1890) de Oscar Wilde.
- Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo.
- Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez.
- La casa de los espíritus (1982) de Isabel Allende.