El carácter social del ser humano hace necesario su comunicación constante con los demás para poder expresarse y satisfacer sus necesidades emocionales y materiales. Aunque en un principio solo contaba con limitados medios de comunicación como los gestos, las señales y las posturas corporales, la evolución del pensamiento del hombre y su vida cada vez más compleja demandó la creación de mecanismos más sofisticados que permitieran relacionarse con mayor efectividad. Es así como utilizando su capacidad de lenguaje, el hombre crea un conjunto de códigos, la lengua, la cual en un principio fue esencialmente oral, para luego pasar a ser representada mediante la escritura, con la cual coexiste, se complementa y, a veces, se disputa.
Podemos definir la expresión oral como una forma de uso de la lengua mediante un conjunto de códigos que utiliza como vía el habla. Esta implica una serie de fases que inician con una necesidad comunicativa, seguida de la elaboración mental del discurso mediante la selección de las unidades lingüísticas y de las estrategias discursivas adecuadas, para luego poner en movimiento los órganos fonadores y articuladores que se encargarán de transformar dicho discurso en sonidos comprensibles para los poseedores de una misma lengua. Mientras tanto, la expresión escrita es el uso de este código a través de una representación gráfica de los sonidos del habla, es decir, en esta no se ponen actividad los órganos de fonación y ni de articulación.
Como podremos haber advertido desde nuestra experiencia, la manifestación oral de la lengua es más habitual que la escrita. Sin embargo, el uso de una u otra forma de expresión puede verse privilegiada en función de la situación o contextos comunicativos en las que se efectúe o deba efectuarse la actividad comunicativa. En ese sentido, Fonseca, Correa y Pineda (2011) nos explican que el orden oral se ve representado a plenitud en nuestras relaciones cotidianas con compañeros, amigos y familiares cercanos y en grupos informales. En cuanto al orden escrito, es popular en publicaciones técnicas, informes profesionales, academias, actos legales, conferencias de expertos, foros científicos y libros de texto. Así mismo, podemos apreciar una mezcla de ambos en los medios de comunicación masiva.
Por otro lado, si trascendemos las distintas situaciones que condicionan la realización de ambas formas de expresión, nos percatamos de que las disimilitudes más notables se encuentran en la estructura particular que las singularizan, puesto que expresarse a través del habla implica un proceso evidentemente mucho más dinámico, informal y complejo. García (2017) nos ayuda a entender esto cuando se refiere al discurso oral con características como la participación de ambos interlocutores, la espontaneidad, la falta de planificación y la apertura —dado a que este se va construyendo durante su realización—. Además, pese a que las palabras que se emplean en este tipo de expresión suelen tener menos contenido semántico, cuenta con una pluralidad de elementos que ayudan a que el enunciatario perciba con mayor facilidad las intenciones de su enunciador como son el contexto, la postura, los gestos y la proximidad entre los interlocutores.
En contraste con lo anterior, la estructura de la expresión escrita se califica como sinóptica. La misma debe contar con una planificación, pues existe la intención de expresar las ideas de la forma más clara y coherente posible. Ciertamente, podemos afirmar que el enunciatario espera más de quien escribe que de quien habla. Por esta razón, son mucho más castigadas por el enunciatario las incorrecciones que se dan en la expresión escrita que las que se producen en la oral. Es por ello por lo que la escritura exige cierto dominio de ortografía, signos de puntuación y otras formas que en las manifestaciones orales es imposible reconocer o detectar. Aunque el escritor posee más tiempo para organizar sus ideas, pudiendo reconstruir una y otra vez lo escrito, la falta de interacción que hay entre los interlocutores puede hacer que se pierda mucha información. El escritor no se percata de las reacciones del lector y, por tanto, le es imposible retroalimentar la información. Por esta razón, demanda una estructura más simple en sus enunciados y un nivel de expresión más estandarizado, en pos de la adecuada comprensión.
Cabe destacar que, aunque la expresión escrita se suele asociar a un nivel estándar, Cassany (1945) explica que el usuario, en cualquiera de las dos manifestaciones de la lengua, tiene la opción de elegir entre todas las posibilidades que esta le ofrece, un dialecto local o el estándar más general. Todo dependerá de qué tan oportunos sean en relación con la situación comunicativa. Dado que los contextos pueden ser muy diversos, es indispensable dominar los registros más comunes de la lengua en los medianamente formales, coloquiales y especializados. El referido autor llama a esto adecuación dialectal: esa conciencia sociolingüística que nos hace entender la lengua como un fenómeno heterogéneo.
En otro orden, aunque como bien afirma García (2017), en términos de comprensión, la escritura y el discurso oral tienen mucho en común, las características señaladas nos permiten dar cuenta de que la primera se encuentra en una gran desventaja respecto a la última — al menos en lo que ha complejidad de elaboración se refiere —. Sin embargo, en lo que respecta a su importancia, existen puntos de vistas discrepantes. Desde tiempos indefinidos, la importantización de la escritura y la oralidad ha dado origen a debates que las han colocado como rivales en muchos escenarios. Roca (citado por Fonseca, Correa y Pineda, 2011) manifiesta que, durante muchos siglos, la lengua hablada ha sido considerada en situación de inferioridad respecto a la escrita, porque ésta refleja un carácter cultural que la lengua hablada tiene con mucho menos frecuencia. Sin embargo, Saussure (1945) es uno de los que más ferozmente defiende la posición de primacía de lo oral frente a lo escrito y considera el prestigio del que goza esta última constituye una amenaza para la lengua hablada, calificandola de superficial y ficticia. En ese sentido, resulta difícil no coincidir con sus observaciones y es que ciertamente la lengua oral es la lengua natural, viva, en la plenitud de la manifestación de sus matices, la original.
Sin duda, el uso natural de la lengua, el oral, nos ofrece muchas más posibilidades y recursos para ver consolidada nuestra intención al comunicar. Es cierto también que producir mediante la escritura puede marcar una gran distancia entre el decir y el querer decir, si no se cuenta con la habilidad discursiva necesaria, a fin de que la fuerza ilocucionaria con la que emite sea reconocida por su interlocutor y dé como resultado el efecto perlocucionario que, de acuerdo con Searle (1960), se espera de estas intenciones. Pero ¿Bastan estas afirmaciones para restarle relevancia y decidir precipitadamente desvalorizarla?
Un hecho indiscutible es que la representación escrita de la lengua nos ha facilitado la vida significativamente. Su atemporalidad ha posibilitado el diálogo entre generaciones y culturas distintas, rompiendo las barreras de distancia y de tiempo. Su valor para el desarrollo de las sociedades es irrefutable, puesto que gracias a ella ha sido posible llegar a conocer aportes culturales, científicos y sociales que, contando solo con la expresión oral, hubiesen sido distorsionados por el paso del tiempo o, en el peor de los casos, desaparecido. Gracias a este carácter de perdurabilidad de la escritura, se han conservado las bases que han sido punto de partida para el surgimiento de novedosas fuentes y productos de conocimiento que en su ausencia hubiesen vuelto una y otra vez a sus orígenes y avanzado tantas veces como retrocedido, pues la tradición oral no hubiese bastado para soportar tantas complejidades.
A todo esto, podemos decir que, aunque ambas formas de expresión utilizan el discurso como instrumento, no lo hacen ni lo pueden hacer de la misma manera, pues como expresa Trigo (1989), existen barreras y dificultades que impiden el paso de la una a la otra. Es por ello por lo que, para fines prácticos, lejos de fijar toda nuestra atención en establecer una jerarquía entre ellas, lo que resulta más conveniente es entender que las mismas son complementarias, conocer los grandes beneficios que ambas ofrecen y reconocer aquellas situaciones en las cuales se hace más oportuno el empleo de una u otra forma de expresión.
Lo anterior implica una gran responsabilidad por parte de los docentes, quienes tienen el compromiso de fomentar el desarrollo de ambas habilidades, creando las situaciones en el aula que permitan al estudiante cultivarlas. Esto no se trata solo de proporcionarles las pautas necesarias, sino de despertar la curiosidad de los pupilos y otorgarles la oportunidad de expresar, tanto de forma oral como escrita, sus puntos de vistas: de debatir, de comentar y, sobre todo, de que en sus discursos se evidencie un pensamiento crítico. Esto solo será posible si se abandonan ya prácticas tradicionales como la trascripción reflexiva de textos y los largos cuestionarios con preguntas cerradas y unívocas que malogran la originalidad, creatividad y la capacidad de los estudiantes de pensar por sí mismos y que aún siguen muy vigentes en los espacios de educación formal.
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