La Navidad celebra la más bella historia de amor jamás contada y vivida en la humanidad: Un Dios que se abaja, se vacía, (Kénosis) hasta hacerse frágil como un niño pobre, con el objetivo de elevar al hombre-mujer hasta la altura de Dios; este maravillo intercambio se gesta en el humilde vientre de una joven nazarena.
Isaías lo había anunciado proféticamente, los Evangelios nos lo cuentan como un gran misterio, incomprensible a la inteligencia humana y los historiadores de la época nos lo narran, como algo inaudito. Lo cierto es que ningún género de la Literatura Universal había narrado algo tan asombroso y admirable.
La locura del Nacimiento (Navidad) y la locura de la Cruz (Semana Santa) son los dos gestos de mayor magnanimidad que Dios ha instaurado para mostrarnos su inmenso amor, porque amándonos, nos salva (1Cor 1,18; Jn 3,16).
A los evangelistas no les interesó detenerse en curiosidades sobre el nacimiento de Jesús, que un buen narrador de hoy no osaría dejar fuera de un relato suyo, sin embargo, le dedicaron espacio para demostrar que el proyecto de Dios con la humanidad es el del amor. Juan dice tan bellamente: “El Verbo se hizo carne y puso su tienda en medio de nosotros” (Jn 1,14): es decir, Dios ama nuestra vida, ama que seamos sus hijos en el Hijo, ama nuestra historia y, al mismo tiempo, nos llama a amarlo y a vivir de su amor encarnado y crucificado por nosotros; con un Dios así, no es posible el miedo ni la lejanía, sino solo un amor en correspondencia, porque él es infinita misericordia para toda la humanidad, más aún, para toda su Creación.
En Navidad, a todos se nos despiertan buenos deseos de solidaridad, de fe, de ayudar, de compartir, de dar, de recibir, de estar alegres, de paz, de bondad, de mansedumbre, de unidad, todo ello porque también a nosotros nos invade el amor que irradia el Nacimiento del Niño Dios. ¡Qué bello sería si permaneciéramos todo el año en “modo Navidad”!