El lunes 10 de diciembre, ni siquiera había reparado a las 9:00 de la mañana cuando salí de mi casa que al día siguiente se cumplirían 3 meses del atentado a las Torres de NY, era un día como cualquier otro, peor que cualquier otro, pues debía cumplir con un compromiso profesional en la Corte de Apelación, caminé el trayecto que separa mi oficina del Palacio de Justicia de San Francisco de Macorís, pensando en alguna estrategia jurídica que me permitiera hacer el trabajo de la manera más adecuada posible, manteniendo el nivel de desempeño que como Abogado se me atribuye.
Efectivamente el día no fue tan halagüeño, un proceso largo que me mantuvo en el tribunal hasta pasadas las tres de la tarde, hora en que regreso a mi oficina de vuelta, atiendo a un amigo que me esperaba y decido, junto a mi esposa, comer algo por ahí sin llegar a la casa todavía, pues no estaba en mucho ánimo de comer lo que acostumbramos los dominicanos para el almuerzo, me apetecía algo ligero.
Entre las cuatro y media, minutos más o menos, suena el localizador, que nosotros con toda la pomposidad del mundo llamamos “Beeper” el teléfono de mi suegra se marca en el aparato, y mi mujer llama al número. Mientras yo me encontraba en el negocio de ferretería de un amigo indagando acerca de materiales de mi interés, se me acerca Rosanna y me lanza en la cara la noticia: “El niño se cayó y está en el Centro Médico”, palidezco en su totalidad, de mi piel cerúlea emana una expresión de pánico, terror, miedo, el niño a que ella se refería es el más pequeño de mis hijos, escasamente un año y cuatro meses, y conociendo su hiperquinesia, sé que cualquier caída puede dar resultados imprevisibles, me lanzó en pos del Camry que estaba estacionado al otro lado de la acera y enciendo el motor cuando noto que la puerta de atrás es abierta por Rosa Rey, que decide acompañarnos. Nos aventuramos en un tránsito desorganizado, caótico, lleno de peligros inminentes, de desaprensivos y gente que quiere pasar primero no importa cómo, pero como soy maestrante de ese tránsito, llegué en tiempo record al Centro Médico Dr. Ovalle, los francomacorisanos tenemos por referencia “Centro Médico” al “Dr. Ovalle”, la institución más vieja de servicios de salud en ésta comunidad.
Estacionar para mi bajo la presión de la noticia y lo caótico del tránsito a esa hora fue todo un poema de horror, mi esposa y Rosa bajaron del vehículo frente a la puerta mientras yo trataría de hacer malabares para encontrar parqueo, cuando logró alcanzar la sala de emergencia del lugar, mi pánico aumentó considerablemente, la cara de nuestra vecina y la empleada doméstica de mi casa, quienes lo habían llevado al lugar, era de consternación y de enorme preocupación, le estaban haciendo radiografías, mi suegra lo cargaba en ese momento y lo miró soñoliento, irritable, con toda la apariencia de muy dolorido e indago inmediatamente ¿qué pasó?. Quien me contesta es mi esposa que se había informado ya “el niño se cayó del apartamento, por la escalera de incendio”.
No podía creerlo. Inició un proceso mental de elucubraciones de cómo pudo haber pasado algo así y hago mil conjeturas acerca de los acontecimientos, sin poder explicarme las causas del hecho y, mi angustia llegaba ya al límite pues las consecuencias eran imprevisibles. Allí se había iniciado la rutina médica, placas por todas partes, auscultaciones, tomografías, etc. Durante todo ese proceso, Marly Núñez y su esposo Emilio Almonte, ella su Pediatra y el otro mi amigo de infancia, lo examinaban físicamente cada segundo, o cada vez que el niño hacía alguna manifestación de dolor.
Terminado este proceso, ambos médicos decidieron dejarlo interno para fines de observación aunque con la grata noticia de que, si no se producía una manifestación de daños internos en las próximas horas, el niño estaba bien. Respiro hondo, como cuando terminas de subir unas escaleras de esas incómodas; comienza entonces la fase de las averiguaciones, la preguntadera, ¿cómo pasó?
La versión de los hechos me ha dejado convencido de que los accidentes familiares no siempre son el resultado del descuido, ni de las desatenciones, también las “casualidades” ocurren. Nosotros vivimos en un apartamento de la tercera planta del Edificio “Trébol II”, en la parte trasera hay una escalera de incendio que está separada de mi casa por una puerta de hierro, que únicamente se abre para sacar la basura o para subir a la azotea, en fin, nunca permanece abierta. En esta ocasión nuestra empleada doméstica salió a la escalera a conversar con nuestra vecina y colega Ysabel García, cierra la puerta, pero mi hija Alondra, que la escucha conversando coge para allá y deja la puerta abierta, Amado Ernesto (así se llama el héroe de ésta historia) le sigue detrás se detiene en el primer escalón, cuando Alondra se percata de que el niño está ahí, intenta separarlo del lateral de la escalera, donde hay un espacio y por ese hueco él se cayó. Debajo solo hay cemento.
Los golpes que presentaba cuando lo vimos en la Sala de Emergencia no eran significativos tomando en cuenta la altura (unos seis u ocho metros), siempre pensé que el daño pudo ser interno mayormente, pero hasta este momento no presenta ninguno. La explicación: Científicamente no la tengo, unos dicen que se trató de la consabida protección que ejercen los “ángeles de la guarda” sobre los niños, que la mano de Dios lo protegió, afirman otros y todo el que conoce la historia, ante lo increíble e inverosímil de ésta, busca una explicación mística al hecho. Debo confesar que no soy un creyente ortodoxo, junto con Frank Tejada soy más bien “Dudante” o sea, no dudamos nada, pero tampoco creemos en todo. Lo cierto es que si fueron los ángeles o si fue Dios le estoy eternamente agradecido pues este Amado Ernesto es mi único varón después de tres hembras y por ello no me cansaré de dar Gracias a Dios por habérmelo protegido.