Yo tuve un tío, pequeñito; uno de esos ángeles que son enviados para vivir entre los hombres, para servir como videntes del cielo. No carecía ni siquiera de los rasgos más insignificantes e imperceptibles para ser considerado un ángel. Sin alas, eso es todo. Se llamaba Ángel, incluso; como su abuelo que es bisabuelo mío.
Yo tuve un tío que jugaba mientras yo vivía, que sonreía mientras yo vivía, que lloraba mientras yo vivía. Un tío al que nunca conocí, pero esto no tenía importancia. Lo sabía vivo; lo sabía como extensión de mi familia, de la descendencia de mi abuelo fallecido.
Y esto era suficiente como para adorar a la criatura, que no convivía o estaba al cuidado de mi abuela. Los designios del destino hicieron que se separaran. Y en el vientre de una mujer que no era mi abuela, se refugió mi tío; que terminó viviendo con ella después de los fatales sucesos que giraron en torno a mi abuelo.
Nunca lo conocí. Y acaecían cambios, notorios, ligeros. El tiempo transcurría haciéndose sentir sobre todo; mas aun así tenía la certeza de que mi tío, pequeñito como ángel, jugaba en alguna parte, de que expandía su mirada curiosa por todo lo que le rodeaba; de que sonreía con la sonrisa de mi abuelo, que con un pulso quirúrgico trascendental sacaba granito a granito de arena para contarla, la arena de su ardiente tierra de Barahona; que se agazapaba al suelo apoyándose con las manos y contemplaba el mar plateado, donde se veía el centelleante reflejo del sol vivo que pendía del cielo. Mi tío, el ángel de Barahona.
Mi tío, que en las noches era velado por unos ojos de plomo, por unas manos de pólvora, por una sonrisa de pólvora; ¡por la sangre fría, donde libremente corría la pólvora! Y su cielo, de donde había sido enviado, se tiñó de negro, de humareda tempestuosa. Los gritos no bastaban si nadie le oía. Seguro alzaba las manos buscando a su madre, al ser en decadencia, a la perfecta imagen de una mente corroída por los males que viven, ¡que brotan y florecen en las sienes de los que matan, de los que hurtan, de los que se llenan las manos, los ojos, el cabello y el pecho de pólvora!, ¡la pólvora, la pólvora seca, adherida a los poros de quienes toman vidas!
¡La mano divina del cielo reclamándole, el alma ascendiendo; la hoguera viva y el cuerpo gimiendo; tosiendo, llorando; llamando a la madre que no está velando a su niño!
Mi tío moría mientras yo dormía; se ahogaba en el humo mientras yo dormía; y él estaba lejos y yo no podía hacer nada. Mi tío Ángel, que espero comparta ahora con sus congéneres; en las apacibles veladas que se viven en el cielo.
¡Y la sangre quedó impregnada en la tierra, en las cenizas!, el olor de un biberón de leche, de una inocencia, de una muerte azotó al aire de la madrugada, el olor de la viscosa baba que un niño derrama cuando se sienta despreocupado, desconocedor del mundo a disfrutar de ese manjar blanco.
Ajeno a todas las perversiones y maldades que giran en derredor suyo. El fósforo que comenzó todo, fue encendido por la más vil de las almas. Un alma a la que le es completamente indiferente la muerte de un niño. Un alma capaz de cualquier cosa… mejor no interponerse.
Por eso no se puede nada.
Ni tomar poder en manos, ni lanzarle gritos coléricos al cielo.
Impúdica la muerte, por el momento.
Mi tío murió mientras yo dormía.
La sangre de los niños deja marcas, deja huellas.
Nada logra borronear la sangre de un niño.
Ésta quedará visible siempre por donde se derrame.
Y suscitará la amargura en los recuerdos,
en las memorias que la conserven.
Mi tío inició su búsqueda, en los llanos encorvados y espumosos del paraíso. A veces se detenía desorientado y le halaba las túnicas a la gente para preguntar dónde estaba su padre. El doctor está allá, le decían.
Y Ángel dirigía la mirada insaciable por todas partes buscando a la figura paterna. Encontró a una señora encanecida, con expresión adusta pero a la vez denotando toda la amabilidad capaz de conceder un alma.
Ésta le guió tomándolo de la manita, hasta las puertas de una biblioteca abierta. Vislumbró en el fondo, sobresaliendo del espaldar de una butaca, una cabeza de pocos cabellos negros. Se precipitó a entrar dejando a la señora en el umbral. ¡Papá, papá!, gritaba. El hombre se puso de pie, abrió los brazos en señal de bienvenida y se dejó enredar por Ángel; que reía y sollozaba durante todo esto. El hombre, apellido Gatón; tenía una piel tostada por el sol.
Unos ojos negros y profundos; una nariz fina que renacería una y otra vez por toda su casta. El apellido Gatón, el nombre del maestro griego: Sócrates. Sócrates le besó las mejillas, le besó la frente; con el amor que todo buen padre entrega a un hijo. Este era el reencuentro, el alivio. La buena noticia detrás de todos los acontecimientos.
-¿Le besaste la mano a tu abuela, la de la puerta? –preguntó Sócrates al niño.