¡Hay que orar!. Es la frase favorita, y que repite casi de manera automática cada día la señora Ofelia Restituyo. Ferviente creyente de los menesteres religiosos, y temerosa por demás del altísimo creador. La humildad que se debe poseer, es otra de las frases que a menudo invoca Ofelia en tertulias de amigos, en el trabajo, o simplemente, en cualquier conversación con los demás.
Presume en todo momento de estar hinchada de virtudes: tales como el respeto, la solidaridad, la ética, la moral, entre otras tantas. En resumidas cuentas, Ofelia sería el modelo perfecto para una efectiva convivencia con los demás. ¡Un ser impoluto!
A pesar de creerse dueña de todas esas bondades, Ofelia veía oportuno acudir a la iglesia todos los domingos temprano en la mañana a recibir las bendiciones del señor a través del sacerdote como una manera de curarse en salud. Era habitual en ella, que domingos tras domingos, tuviera una conversación con el cura en el confesionario. Tan frecuentes eran estos encuentros, que el purpurado le podía reconocer por el timbre de su voz.
El día que Ofelia Restituyo consideró que había faltado gravemente a los mandatos del señor en todo sus cincuenta y seis años de existencia, fue cuando echó de su casa a un pobre indigente que fue a pedir para comer. Ese día Ofelia celebraba junto a familiares y amigos el cumpleaños de su adorada hija Amelia; para lo cual había organizado una fiesta. En la misma no se habían omitido detalles que no fueran pensados minuciosamente, incluyendo la grata presencia del cura de la iglesia Santa Bárbara, a la que Ofelia era una fiel devota.
El prelado tenía la encomienda de bendecir aquel acontecimiento ; sin dudas lo haría con el mejor entusiasmo posible.
Luego de aquella demostración de gula colectiva, todos los asistentes allí, despertarían con la inminente resaca, causada por el exceso de la comida y el alcohol. No así Ofelia, quien se pasaría la noche en vela, pensando en lo que había hecho con el pobre hombre hambriento el día anterior.
Ese episodio de tan solo horas de haber ocurrido, haría que Ofelia envejeciera hasta los setenta y cinco años. Por ello esta no paraba de orar y pedir perdón al Dios de los cielos, segura de que sus súplicas serían escuchadas por el señor; ¡total, ese es su oficio! Por tanto, el domingo siguiente, Ofelia sería la primera en llegar a la iglesia Santa Bárbara de la comunidad, y una vez allí, caería de rodillas ante el confesionario al igual que en ocasiones anteriores. Confiese sus pecados, susurró suave el cura párroco de la iglesia. Al escuchar el relato de la dama, el sacerdote sentenció: hija mía, es cierto que nuestro señor perdona hasta setenta veces siete, pero la ves anterior olvidé decirle que usted había agotado esa cuota.
Autor: Félix Paulino