El lenguaje, como herramienta fundamental de expresión, ha sido testigo y víctima de diversas influencias históricas y sociales. En el caso de la República Dominicana, la herencia del trujillismo no solo se refleja en las estructuras políticas y culturales, sino también en la manera en que nos comunicamos. El uso incorrecto del lenguaje, particularmente la tendencia a capitalizar indebidamente los cargos públicos y títulos, evidencia un legado que parece inamovible, perpetuado a lo largo de los años en los medios de comunicación y redes sociales.
El error más común asociado a este fenómeno es la capitalización innecesaria de cargos públicos, un claro reflejo del deseo de magnificar la importancia de las figuras de poder. Según las normas gramaticales del idioma español, los títulos y cargos deben escribirse en minúsculas, salvo que inicien una oración. Ejemplos claros de esto son expresiones como “El presidente de la República”, “El ministro de Obras Públicas”, “El director de INFOTEP”. No obstante, en un afán por conferirles mayor relevancia, muchos profesionales y usuarios de redes sociales siguen escribiéndose en mayúsculas, infringiendo las reglas del idioma.
Este comportamiento no es casual. Responde a una mentalidad que busca enaltecer, casi de manera simbólica, la autoridad de quienes ostentan dichos cargos, en un intento de mantener vivo un legado autoritario. La psiquis social dominicana, marcada por décadas de dictadura, aún refleja esa tendencia a sobrevalorar las posiciones de poder, dejando de lado el rigor lingüístico y las normas gramaticales que rigen el buen uso del español.
Otro aspecto que refleja esta distorsión es el uso incorrecto de los gentilicios. Palabras como «dominicanos» o «francomacorisanos» deben escribirse siempre en minúsculas, excepto cuando forman parte de un nombre propio o inician una oración. Sin embargo, es frecuente encontrar estas palabras en mayúsculas, un error que revela un desconocimiento o desdén por las reglas del idioma. Un caso particular lo representan los nombres propios utilizados en marcas o dominios de internet, donde existe cierta flexibilidad para capitalizar según el estilo que el propietario decida.
El problema no termina ahí. Hoy en día, nos enfrentamos a una nueva amenaza para la pureza del idioma: la denominada chopocomunicación. Esta tendencia se caracteriza por el uso de un lenguaje informal, simplificado y empobrecido, que busca ganar espacio en nuestra cotidianidad, desvirtuando la riqueza y complejidad del español. Expresiones como «klk», propias del argot juvenil y de redes sociales, se han insertado en el habla diaria, poniendo en peligro el legado lingüístico que hemos heredado. Este fenómeno refleja una «gleba comunicacional» que pretende reducir nuestras costumbres y cultura a un nivel superficial y carente de profundidad.
La responsabilidad de preservar el idioma recae, en gran medida, sobre los profesionales de la comunicación. Periodistas, comunicadores y educadores tienen el deber de propiciar la defensa del español, promoviendo su correcto uso y combatiendo las distorsiones que lo amenazan. Proteger el idioma Cervantes no es solo una cuestión de corrección gramatical, sino una tarea esencial para salvaguardar nuestra identidad cultural.
El idioma es uno de los pilares fundamentales que nos definen como sociedad. Aún estamos a tiempo de revertir el daño causado por el trujillismo lingüístico y de frenar el avance de la chopocomunicación. clave está en la educación y en la conciencia de quienes tienen el poder de influir en la opinión pública. Solo así podremos garantizar que el español, con toda su riqueza y matices, sobreviva para las futuras generaciones, intacto y respetado, como uno de los mayores legados de nuestra cultura.