La verdad es que la envidia, ese pecado capital que tanto abunda en esta capital, y en todos los rincones de la República, nos está matando de poco a poco, o de una vez, como ustedes prefieran.
Ahí está el caso del “no ha lugar” que tanto está dando que hablar entre los dominicanos, y que no es más que una muestra de insolidaridad y en el fondo de una perversa envidia hacia un señor que, el pobre, o mejor dicho ahora, el rico, sin base económica alguna, y en sólo unos muy cortos, años ha logrado acumular una fortuna estimada en miles de millones de pesos.
Dice que son diez mil, o más. En realidad no se sabe, ni importa mucho porque para un ciudadano común, esas cifras, en dinero, son estratosféricas, mentalmente inasequibles, dignas de estar en un presupuesto de algún ministerio importante del Estado.
Lo que sí se sabe mediante una sencilla operación matemática, es que a un dominicano con un sueldo mínimo de unos 8.000 pesos al mes, de los que hay al por mayor y al detalle en nuestro país, ahorrándolo todo, sin comer, ni pagar otros gastos como la luz, el alquiler, etc., habría tardado más de cien mil años en acumularlo, y es muy posible que en este trayecto de tiempo, ese esforzado ahorrista pereciera de hambre, de viejo, o aún peor, de rabia existencial.
Estos datos, si los referimos a la valoración personal basada en la posesión de riqueza que tanto nos gusta hacer en nuestros días, el tanto tienes tanto vales, significa que, el señor rico que era pobre, y hoy se exhibe como rico –rico , es cien mil veces más capaz de acumular dinero que cualquier trabajador sueldo-minimista. O sea, todo un titán de la producción de riqueza, un superman de las finanzas, un Bill Gate caribeño creador de bienes, por lo que deberíamos erigirle un monumento conmemorativo al estilo de los héroes soviéticos, de 25 metros de alto, con su figura pétrea de fuertes brazos arremangados, varios lingotes de oro en las manos, mirada perseverante al infinito, y en la base hombres y mujeres del pueblo con las manos en alto aclamándolo –no reclamándolo- por constituir un símbolo patrio de la laboriosidad.
Si no lo hacemos, es porque somos, unos cicateros, unos corronchos, unos desagradecidos, y sobre todo, unos envidiosos de su éxito, fama y fortuna. ¿Cómo ha sido la hermenéutica de la reproducción milagrosa de los panes y los peces sin fin, casi de un día para otro? Se acuerdan de aquella canción estilo salsa que decía “ … y cómo lo hizo, …yo no sé “ pues nosotros intuimos que el ser hijo político mimado del presidente más permisivo con la corrupción que ha existido, el ser un senador influyente de una provincia sureña en el Congreso, el ser un habilísimo ingeniero para conseguir contratas aquí, allí, allá, inclusive hasta en el vecino país, el tener ojo clínico para las abultadas valoraciones finales de las obras, y el disponer de una justicia tan injusta a su favor, capaz de decir ”No ha lugar”, en lugar de decir “ No, ha lugar “ algo habrá tenido que influir.
Hay que reconocer que no todos tenemos una vocación desmedida por la riqueza, la cualidad de amasar enormes capitales, y sobre todo, la durísima cara dura de reírse de todo un país en su propia cara, y al que se le ha privado de enormes recursos para su tan necesario desarrollo económico y social. Esas cualidades son dadas a unos pocos, a los elegidos del destino ¡Qué envidiosos somos! ¡Maldita envidia!