Hace apenas unos días, el actual presidente dominicano, haciendo gala de una gran dosis de humildad y sinceridad, la cual alabamos públicamente, habló ante la ONU y en un discurso corto, directo, sin perifollos politiqueros, y dijo clara y llanamente que somos lo que realmente somos: un país pobre y que necesitamos de la ayuda internacional, y esa es la verdad, por mucho que nos duela reconocerlo, o algunos se empeñen como los tres monos, en no verlo, no oírlo y no hablarlo.
Esto, para los ciudadanos de a pie, de voladora o de carrito chiquito y no vamos en yipetones del año, los que vivimos en apartamentos modestos o en casitas de techo de zinc, y no en pent houses de torres privilegiadas, o los que con apuros llegamos haciendo malabares con el sueldo a fin de mes, porque no tenemos cuentas en paraísos fiscales, esos, que somos la inmensa de la inmensa mayoría de dominicanos, ya lo sabíamos bien y en carne propia.
Lo que nos llama la atención de la declaración es el contraste de pareceres que hay entre el anterior y del presente gobierno. Hace apenas unos meses, nuestro país se presentaba en los diversos foros internacionales y nacionales como un Alicialand, la tierra de Alicia, donde las maravillas logradas en una economía de crecimiento sostenido, y los avances sociales y tecnológicos habían sido tales que nos permitían vivir en un envidiado paraíso tropical -así se nos explicó repetidas veces- y por si fuera poco, éramos los segundos habitantes en felicidad de todo el universo, como decían los resultados de una extraña encuesta que apareció ampliamente en los medios de comunicación, la cual causó más mordacidad que credibilidad.
Ahora resulta que el FMI, el banco-médico especialista en países pobres, ha venido de nuevo a hacernos un chequeo porque nuestra economía está comenzando a toser de manera preocupante, y después de auscultarnos, ponernos el termómetro en los números y hacernos unas cuantas radiografías de cuentas, nos dice a las claras que tenemos un diagnóstico de una salud financiera difícil, con un futuro nada prometedor, y que el tratamiento recomendado, al final y por más vueltas que se le demos a las palabras técnicas o bonitas, será a base de dolorosas inyecciones de impuestos, además de unas tabletas de otros tipos de ajustes fiscales.
Entonces cabe preguntarse ¿Hemos pasado de ser ricos a ser pobres de una manera tan rápida, en un abrir y cerrar de ojos, sin dar tiempo ni siquiera para estornudar? ¿O es que se nos vendió un espejismo de los desiertos que salían en las películas de antes, en los que aparecía un oasis con agua, miel y dátiles ante los ojos de los sedientos y hambrientos caminantes, para desvanecerse segundos después? ¿O es que se gastó, se malgastó -y también se cogió- mucho más de lo debido, dejando un hoyo más grande que el de Pelempito, esa joya geológica de nuestra provincia de Pedernales? ¿Podría también ser una manera muy política de curarse en salud, de ponerse delante, del actual presidente ante la nueva crisis a la que ya se le ven las orejas?
Lo que nos parece una respuesta importante es que tomemos el sentido de la realidad, que se le diga al pan, pan y al vino, vino, y que sepamos bien de cada uno de ello. Ojala que sigamos una línea de comunicación oficial más llana y sincera, que se enmarque en una verdadera pedagogía de discurso para que los ciudadanos sepamos la realidad en que vivimos, y orientemos en consecuencia nuestros esfuerzos por mejorar.
Por favor, no más cantos de sirenas. No más cuentos chinos. No más alucinaciones. Tan dignamente se puede vivir siendo pobre, como rico. Y a veces, hasta más.