Hace cuatro décadas, ir al cine podía costarle, más o menos, entre 50 y 75 centavos los de barrio y un peso o uno y medio, el Triple, situado en el Malecón, que ya en aquellos años tenía tres salas juntas, una verdadera innovación para la época y además eran las más modernas y cómodas de la capital.
Ahora, ir a un cine, entre la entrada, las cocalecas, el refresco, la tableta de chocolate, la funda de platanitos o cualquier capricho chatarra, le sale a uno por un ojo de la cara, con lo que sólo le queda el otro para ver la película.
Y si va con dos o tres niños, y ni digamos la familia entera y un sobrino o dos de ñapa, que Dios lo coja confesado y, sobre todo, con el sueldo del mes bien metido en la cartera.
Por suerte para los afortunados habitantes de esta isla, y debido a la peculiar idiosincrasia de tantos personajes e instituciones oficiales o privadas, ir al fascinante cine o al meritorio teatro, ya no hace falta.
Si usted quiere ver una película de terror, de esas que se ponen los pelos de punta, y que su acompañante se le aferre a uno como un pulpo, como si ya fueran novios formales, no tiene más leer las crónicas de sucesos que aparecen en los medios de comunicación, asaltos, crímenes y todas las tropelías que la mente más perversa y delincuencial pueda imaginar.
Si quiere un drama, no tiene que ver obras como el Titanic, con su millar y medio de víctimas ahogadas, o la Lista de Schlindler con el sufrimiento de los judíos durante la segunda guerra mundial, basta con que uno vaya por la Barquita, La Ciénaga y tantos otros barrios marginados para ver cómo se ahogan con las cañadas y las ínfimas condiciones que aún viven muchos de nuestros ciudadanos, y así poder conmoverse con intensidad, que es la finalidad de ese género tan exitoso.
Si prefiere una película de gánsters, tipo El Padrino, de Al Capone o Lucky Luciano, de esas que los malones de primera categoría extorsionan o ametrallan desde los carros causando tremendas matanzas, entonces no hay más que seguir las crónicas de los traficantes de por aquí, con sus extorsiones, tumbes de mercancía y sus venganzas, las cuales van dejando un rosario de cadáveres, algunos de ellos hasta descuartizados al más puro estilo de Hollywood.
Si es amante de una de misterio, de esas que le tiene en suspenso durante hora y media y que posee un final tan complicado que nadie se entera, entonces pregunte a las instituciones públicas cuáles son sus gastos, cómo los distribuye y si hay familiares en las nóminas, o trate de averiguar cuál es el costo final de una obra, como el metro, costeada por todos los espectadores del país.
Si le gustan esas películas medio cursis en las que la alta sociedad, sobre todo la americana y la inglesa, muestran sus vestidos, sus grandes mansiones y su cubertería de lujo y sus diálogos estereotipados, no tiene más que abrir una de tantas revistas de las llamadas sociales y puede darse un banquete con las, y los protagonistas, sus piscinas, sus dormitotios y tantas cosas más que sólo dan envidia y dentera.
Si le gustan las películas cómicas, si quiere desternillarse y hasta llorar de risa, lea los contenidos de los discursos de algunos de nuestros políticos, las gracias de los famosísimo Abbott y Costello, El Gordo y El Flaco de principios del siglo pasado, se quedan cortas.
Y si son fanáticos de las películas de ciencia ficción, como las dirigidas por Stanley Kubrick, escuche lo que nuestros gobernantes de todas las épocas y partidos han dicho y dicen sobre lo que han hecho, lo que están haciendo y lo que van a hacer en los próximos años.
Así, con todos estos géneros y otros más que tenemos por ahí ¿quién va a pagar para ir al cine o al teatro? ¡Nadie!