Para la Biblia, ángeles son todos los mediadores de la salvación divina, tanto en el cielo como en la tierra –al interno de la comunidad cristiana– y que tienen la misión de hacer consciencia a cada uno de la condición en la cual se encuentra e invitan a mirar su propia vida, no según la visión del mundo, sino en vista al éxito (vida eterna) o fracaso (condena eterna) de la misma, a la luz del Evangelio (Job 1,14; Lc 7,24).
En relación a los ángeles del cielo, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que “en tanto que son criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad” (330). Esta idea hace acopio a miles de años de tradición bíblica y teológica respecto a la existencia de un ángel o ángeles que quisieron, por decisión propia, apartarse de la presencia de Dios y de sus compañeros. Este “pecado” o “caída” de estos ángeles (2P 2,4) crea, junto a la caída del hombre, la primera rebeldía voluntaria contra Dios (Gén 3,1) y así la Demonología formará parte de la Biblia, desde la Creación.
En relación a los “ángeles caídos”, la personificación de Satanás (nombrado 37 veces) o el Diablo (citado 36 veces) en el Nuevo Testamento, aparece con otros nombres como: el Enemigo (Mc 1,13); el Maligno (Mt 13,19); el Tentador (Mt 4,1-11); el Príncipe de este mundo (Jn 12,31); Belzebul (Mt 12,24); el Mentiroso y Homicida (Jn 8,44).
En atención al Pecado Original y la existencia del mal, la Iglesia desde sus orígenes ha practicado el exorcismo, llegando a introducirlo en el Rito del Sacramento del Bautismo.
Los Concilios de Braga, Portugal, (561) y Letrán IV, Italia, (1215) recuerdan que el Diablo fue creado por Dios en un estado excelente y él mismo se hizo malo (Catecismo, 391). Gregorio Nancianceno (329-389) vio en la culpa del Diablo un pecado de orgullo y San Agustín (354-430) lo define como un empedernido en el mal; para Hugo de san Víctor (1096-1141) el orgullo del Diablo fue la voluntad de hacerse igual a Dios (Gén 3,5); Santo Tomás de Aquino (1224-1274) dirá que Dios somete toda creatura a la prueba de la tentación, sin embargo, le asegura la gracia para resistir, de modo que, el Diablo no puede hacer nada contra la voluntad y la mente de la persona, si ésta no lo permite, debido a que, en su libertad, puede rechazarlo. Asimismo, el Diablo, en su perversión se hundió en la infelicidad y el sufrimiento espiritual al rechazar, libre y voluntariamente, el bien, la gracia y al amor de Dios; por eso, Satanás todo lo transforma en oscuridad y odio.
El fuego del infierno es el dolor tormentoso que mutila la excelencia y gracia en la que fue creada la persona, ofusca su voluntad e impide la relación con Dios. En los tiempos modernos la existencia del Diablo ha sido relegada a una visión supersticiosa, novelesca y poética y, más que negar su existencia, no se le teme.
Es necesario convencernos de lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica, 395, de que “el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios… El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero «nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le ama» (Rm 8,28)” y, por tanto, a pesar de tanto mal, el bien triunfará en el mundo.