Miguel es un ciudadano español, algo bajito para los tamaños que se llevan ahora, pero tiene un cuerpo fornido y unos ojos con ese color azul claro tan frecuentes en la raza asturiana Es sumamente locuaz, simpático y está cumpliendo o ha cumplido los 80 años.
Lo conocí hace ya algún tiempo de manera casual caminando en el parque de Las Praderas y, a través de numerosos encuentros nos hemos hecho muy amigos.
Hablar con Miguel, es tomarse un refresco de tamarindo en un día caluroso. Es un pozo sin fondo en materia de sabiduría existencial que cuando habla, recorre un buen pedazo de historia y relata una vida tan rica en experiencias, que hipnotiza a todo el que tiene la suerte y la inteligencia de escucharlo.
Es fascinante oírle el relato de cómo su padre se libró dos veces de ser fusilado en la Guerra Civil española, la primera vez sacándolo de la fila de la muerte, por sus conocimientos de electricidad, cuando ya le tocaba el turno de ser ejecutado, y la segunda, cuando unos hombres armados llegaban por la noche a su casa para darle ¨ el paseillo ¨ – un paseo que terminaba en un vil asesinato durante el camino – saltó por una ventana trasera y huyó amparado entre las sombras del bosque.
Todo un escalofriante relato que puede ser el argumento de una cruda película de drama y persecución.
En tiempos difíciles de la post guerra, Miguel estudió mecánica y se hizo un perito en tornos, fresas, troqueles y soldaduras, y con esos valiosos conocimientos comenzó a rodar sólo por el mundo.
Trabajó en diversas fábricas de España, y después lo hizo en Suecia, en Brasil y Canadá.
Un buen día Miguel decidió seguir el curso de su inquieta brújula y se subió a un barco en calidad especialista de salas de máquinas, y aquí comienza una inquieta saga de viajes por el mundo.
Me maravilla hablando de los avatares que pasaron cuando los armadores de un barco los abandonaron a su propia suerte y sin dinero alguno en las costas de Rumania.
Del carguero sueco que no pudo abordar a tiempo en Barcelona y tuvo que volar hasta Lisboa para llegar justo a tiempo de zarpar.
De los recorridos africanos, desembocadura del río Níger arriba, en busca de cargamentos de maderas preciosas.
De los monos que cambió por cigarrillos y las peripecias que pasó escondiéndolos en su camarote hasta llegar a Francia, donde los entregó a un zoológico.
De armas y municiones camufladas en las bodegas y cubiertas de buques mercantes en puertos de Israel.
De atemorizantes tormentas en alta mar. De los muelles de Tokio y sus peculiares bares de marineros y mujeres de la vida.
Un día, por caprichos del destino, Miguel ancló de manera definitiva en nuestro país, se casó con Hilda, una linda y simpática profesional de la Romana, trabajó en varias empresas importantes e hizo sus propios negocios hasta cumplir el retiro.
A sus 80 primaveras, Miguel no es un anciano, ni es un viejo, es un todo un joven con edad sólo en la cédula, y una mente fresca e inquisitiva.
Lee libros interesantes, se informa, está al tanto de los acontecimientos internacionales, habla con tino de política o de economía, le encanta ver partidos de fútbol y no se pierde un torneo de tenis.
Miguel, es, volviendo al parque, un atleta que le gana la carrera al tiempo, camina todos los días 9, 10 ó 12 kilómetros a un paso que ya quisieran llevarlo muchos, y a veces corre después, de postre y a buen ritmo, un par de kilómetros.
Por si fuera poco, antes de acabar su jornada deportiva, ejecuta numerosos ejercicios corporales de torsiones y flexiones, y lo he visto hacer más de veinticinco lagartijas seguidas de esas que sacan en las películas cuando castigan a los soldados.
Si hago este relato de mi amigo Miguel es porque, además de admirarlo por encarnar el trotamundos que siempre quise ser y no fui, lo considero un ejemplo de vitalidad y optimismo a seguir, y una felicitación viva para nuestros lectores en el Nuevo 2014.
Miguel ¡Qué corras 80 años más!