Vivimos en un mundo materialista. Al parecer todo está girando en torno al dinero, a la búsqueda incansable de lo material. Incluso, existe una tendencia de mirar el planeta con los anteojos de la economía, como si no hubiera otras realidades fundamentales y necesarias que atender, como la ecología, la educación, la identidad cultural y sobre todo, el cultivo de una vida espiritual sólida. Claro está, el dinero es importante, pero sabemos que no es determinante para la felicidad ni mucho menos para tener paz y tranquilidad interior.
Por eso, hay que ampliar nuestro horizonte, extender nuestras miradas y no quedarnos únicamente fijos en la tierra, como si fuera lo único y lo definitivo que tenemos. Debemos elevar lo que somos al cielo, al camino espiritual, para conocer lo que Dios nos tiene preparado. También hay que pasar de un pensamiento anclado en las realidades temporales a una mentalidad divina, confiada en la fe, la esperanza y la caridad. Tenemos que comenzar a integrar nuestra vida a la oración, al encuentro personal con Dios para luego radiar ante los demás la alegría vivida con el Maestro.
En el evangelio de Marcos 3, 14 dice el texto: “Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar”. Es decir, lo primero en el proceso espiritual de todo ser humano que quiera tener una experiencia con Dios, por medio de su hijo, es estar con Jesús, ser su discípulo, formarse; dejarse educar por Jesucristo: iniciar un camino de conversión y de intimidad con el Hijo de Dios, para así poder luego anunciar y proclamar lo que Dios ha hecho en la propia persona.
Los monjes benedictinos tienen en su regla monástica la expresión: “Ora et labora”, que se traduce como orar y laborar. Y uno de nuestros refranes suele decir: “A Dios rogando y con el mazo dando”. También tenemos otra expresión usada en nuestra cotidianidad: “El que madruga, Dios lo ayuda”. Que, en palabras sencillas seria: llénate de Dios para dar a Dios. Aprende a construir una buena relación con tu Creado y vas a lograr así realizar tus metas y propósitos. Pues, nada se construye en la vida sin raíces, sin fundamentos, sin antes crear conexión con Dios.
En definitiva, oración y misión, dos caras de una misma moneda que hacen posible un mundo mejor. Solo se comunica a otros lo que tenemos en nuestro corazón. Es decir, sin oración no hay misión, y tampoco tiene sentido orar si no hay un anuncio, un moverse para llevar un mensaje de aliento y de esperanza a una sociedad que, en ocasiones pierde la dirección y el rumbo hacia donde debe seguir.
Saquemos espacio y tiempo entonces para volver a Dios; así como nos afanamos por lo humano, hagamos un esfuerzo por reconocer el poder de la oración y la fuerza de la misión. No nos quedemos con lo superficial de la vida, vayamos a la profundidad; entremos con libertad y sin miedo a la búsqueda permanente de lo celestial, porque Dios es el sentido último de la existencia humana.
P. Luis Alberto De León Alcántara