Por fin, en este país de tantas cosas inexplicablemente caras, se ha protestado de manera colectiva y organizada por algo tan importante como es el precio de pollo que, ya sea por el alza del maíz, la luz, el transporte y otros insumos que intervienen en su crianza, se ha disparado a la Luna para nuestras grandes mayorías que tienen los bolsillos débiles, por lo que la demanda de este querido bípedo alado ha disminuido de manera considerable.
Tanto en los sofisticados supermercados donde los envuelven en un fina e higiénica mortaja de foam y plástico, como en las polleras de barrio donde se les cuelga sin contemplaciones en unos amenazadores ganchos, o en los puestos callejeros con una simple tabla, donde se les finiquita con certeros golpes de karateka en las espaldas, para ser encuerados de sus plumíferas vestiduras sumergiéndolos en una lata de agua hirviendo.
Ante la falta de un Chapulín que defienda en serio a los consumidores, éstos han proclamado y llevado a cabo nada menos que el DÍA SIN POLLO, con la loable intención de presionar el abaratamiento de sus costos donde quieran que estén, en el productor, el comerciante o en el temido intermediario. ¡Tremenda decisión de la Tremenda Corte! Toda una jornada entera sin comprar ese manjar popular, sabroso desde el cocote a las patas, del pichirrí aquel a las mollejas, y de las jugosas pechugas a los torneados muslos ¡Y qué alivio para estas aves que viven permanente estresadas esperando su canto final! A cientos de miles de pollos se les ha dado un día más de vida, que si bien no es mucho desde la óptica existencial de los humanos, a un ave de granja o de corral es tiempo suficiente para llevar a cabo muchas tareas esenciales de su corta vida.
Desde hacer el amor a varias gallinas, pues es proverbial lo expeditos que son en estos menesteres, hasta entonar una ópera a lo Pavarotti avícola al nuevo amanecer, o marcar su territorio picoteando al pollo vecino cuando intenta acercarse a su harén o alimento.
Pero pensándolo bien, esta idea también puede expandirse para instaurar otros DÍAS SIN a muchos reclamos sociales importantes. Por ejemplo, el DÍA SIN TRANSPORTE, en protesta por lo costoso que le sale este medio al ciudadano de a pie. Comentaba una trabajadora que para desplazarse desde los Alcarrizos al centro de Santo Domingo paga, ida y vuelta, cien pesos diarios. Si lo multiplicamos por seis días a la semana equivale a RD$ 2.400 al mes, casi la tercera parte de su magro sueldo.
O podríamos proclamar el DÍA SIN CLASES -seguro que contará con el irrestricto apoyo de los estudiantes- en rechazo a lo difíciles que están esas fábricas del saber llamados colegios. Por un niño que apenas ha dejado los mocos y pañales en casa, y por una mañana de cuatro o cinco horas, se abonan diez, quince, veinte mil o más pesitos al mes, más que lo que cobran muchas de las universidades del país.
Y así podríamos seguir con el día sin arenque, el día sin medicinas, el día sin aguacates, el día sin restaurantes, el día sin combustibles… debido a lo caro que se está poniendo todo lo necesario para llevar una calidad de vida mínima.
Y hasta podríamos tener el DÍA SIN POLÍTICA por lo oneroso que nos sale esta actividad y lo poco que a cambio nos aporta a la mayoría de los dominicanos.
LOS DÍAS SIN serían una excelente vía para protestar de manera pacífica, serena y muy efectiva. Nos recuerda un poco a la resistencia cívica del genial Ghandi, cuando él mismo tejía su ropa, y el pueblo indio obtenía su propia sal.
Por mi parte, ya estoy criando mis pollos ¡Y lo gorditos y apetitosos que están quedando! Huuummmm…