Casi nadie habla del infierno hoy en día; es más, es uno de los temas que prácticamente han desaparecido del sustrato cristiano, a tal punto de haberse eliminado incluso en homilías, temas de formación, prédicas y diálogo entre amigos. La razón podría ser evidente: hoy se habla más del amor y la misericordia de Dios, que de cualquier otro tema y no estamos equivocados, porque Dios es más un Padre amoroso y misericordioso que juez vengativo, amenazador y cruel; es tan misericordioso que podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el infierno es una elección personal, como nos lo deja ver el mismo Catecismo de la Iglesia Católica: “Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final” (1037).
El Papa Francisco, en una de sus homilías, lo decía de este modo: “Al infierno no te mandan; vas tú, porque eliges de estar allí. El infierno es querer alejarse de Dios, porque no quieres el amor de Dios”; de aquí que, esa lejanía, para tratar de expresarlo en lenguaje humano, que es limitado, es una desesperación que lleva al alma a experimentar el mismo sentimiento, solo comparado, con el dolor que percibe una persona a quien se le ha muerto el ser más querido sobre la tierra; de aquí que, podríamos comprender que, en estado de infierno, las almas están continuamente tristes, desilusionadas y fracasadas.
Ya San Juan, el autor sagrado que le escribe al amor, lo había expresado: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sepan que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1Jn 3,14-15).
Hace unos pocos días, en la monición de entrada de una misa en sufragio de unos difuntos, el monitor decía: “Si creemos en un Padre que ama más de lo que nunca podemos imaginar, si creemos en Jesucristo que, resucitando, vence a la muerte, hemos de creer también en una esperanza de vida y de felicidad para todos”, a esto último, la fe le llama estado de Gloria.
De aquí que, tanto el Reino de Dios como el Infierno, ya lo hemos indicado anteriormente, no son lugares, sino estados y se puede afirmar que se empiezan a experimentar “ya” en este mundo, aunque “todavía no” se hayan manifestado en su plenitud. El amor es un camino hacia la salvación, hacia el cielo; el odio, en la mente, el corazón o el alma de la persona es el camino hacia la condenación, es la “aversión voluntaria a Dios”, es el infierno, cuando se mantiene hasta el final, hasta el último respiro de la vida.
El infierno no es fuego, es la lejanía absoluta del amor de Dios; por lo tanto, más que llamas, como lo describe el Evangelio, con un lenguaje alegórico, haciendo referencia a la Gehena, es decir, utilizando la imagen del basurero de Jerusalén y que acogió en la Divina Comedia Dante Alghieri, deberíamos imaginarlo como el lugar más frío e inhóspito, más distante de Dios.
El Padre Athos Turchi, docente de Filosofía en Italia, al hablar del infierno, afirmaba: “Cuando encuentras a la persona amada, el alma se alegra, se abre a la alegría, a la paz, al amor hacia los demás. Cuando la otra persona se odia, nos relacionamos con ella por contraste, con perfidia, maldad, etc., esto es el infierno. Lo otro es el paraíso”.
Invito a meditar el texto del Padre misericordioso (Lc 15,11-32) en clave: amor-cercanía de Dios-cielo versus odio-lejanía de Dios-infierno.
Ciertamente debemos augurarnos que, en el mundo, sean muy pocos o ninguno, quienes decidan hacer esta elección, porque el modo más directo y seguro hacia el cielo, es aceptar a Jesucristo, único salvador, que es el amor en medio de nosotros.