La Iglesia Católica Romana, los griegos-ortodoxos y los episcopales se identifican por utilizar la señal de la cruz al iniciar o al final sus oraciones; una práctica que Tertuliano, en el siglo II, nos demuestra que era una costumbre arraigada; decía: “Los cristianos tenemos el signo de la cruz impreso en la frente”; y lo explica: “Si nos ponemos en camino, si salimos o entramos, si nos vestimos, si nos bañamos o vamos a la mesa, a dormir o nos sentamos, en estas o en todas nuestras acciones nos signamos la frente con el signo de la cruz”. Orígenes, en el Siglo III, nos habla de hacer la señal de la cruz en la frente con “el dedo pulgar u otro dedo”; y en el Siglo XI, en el Libro de las Oraciones del Rey Enrique, se nos invita a hacer “la señal de la Cruz en los cuatro lados del cuerpo”.
Esta práctica le pareció supersticiosa a Martín Lutero y a la Reforma Protestante, por lo que, bajo el argumento de la Sola Scriptura, todo lo que no está contenido expresamente en la Biblia, debe eliminarse de la práctica religiosa; sin embargo, los biblistas afirman que los gestos litúrgicos tienen sus fundamentos en las Sagradas Escrituras, como, por ejemplo, cuando Josué sostenía, sobre piedras, los brazos alzados y cansados de Moisés, mientras el pueblo resistía la batalla contra Amelec (Jos 17,10-14). A esta postura y gesto litúrgico, los cristianos, hemos agregado el trazado de una cruz, desde su frente hasta el pecho y del hombro izquierdo al derecho, en recuerdo del lugar desde donde Jesús, inmolado, salvó la humanidad. Este gesto también está sustentado por el versículo: “Yahvé dijo [al hombre vestido de lino]: «Pasa por la ciudad, por Jerusalén, y marca una cruz en la frente de los hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se cometen en medio de ella»” (Ez 9,4).
Si quisiéramos recoger en el Apocalipsis “la teología bíblica de la señal de la cruz”, podemos entrelazar los siguientes textos: Los “cuatro ángeles de pie en los cuatro extremos de la tierra, que sujetaban los cuatro vientos de la tierra”, pidieron no causar daños “hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios” (Ap 7,1-3) y, en caso de que vayan a causar daño, háganlo “solo a los hombres que no llevaran en la frente el sello de Dios” (Ap 9,4) y todavía más adelante el mismo autor sagrado, insiste: “Seguí mirando y había un Cordero, que estaba en pie sobre el monte Sión, y con él 144.000, que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre” (Ap 14,1). Cuando Juan escribe esta frase, seguramente tenía en su mente la Cruz de Cristo y su inscripción en hebreo, griego y latín: “Jesús de Nazaret, rey de los judíos” (Jn 19,19).
Si bien es cierto que los textos no hablan literalmente de la señal de la cruz, este es el modo correcto de interpretarlos a la luz de la muerte salvífica de nuestro Señor Jesucristo.
En función de esta comprensión, al gesto de la Cruz se le unió posteriormente la Profesión de Fe en la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. De hecho, este es el núcleo de la fe que une a todos los seguidores de Jesucristo, sin importar la religión. Por lo tanto, signarse no es más que dar vida a la fe que profesamos y esta fe, profesada y pronunciada, la manifestamos visiblemente marcando la cruz sobre la frente y el pecho. Y, hablando de la frente y el pecho, son los dos lugares del cuerpo que debemos pedir al Señor que transforme, para pensar y sentir como él.
Finalmente, el Catecismo de la Iglesia Católica, 2157, afirma: “El cristiano comienza su jornada, sus oraciones y sus acciones con la señal de la cruz, «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén». El bautizado consagra la jornada a la gloria de Dios e invoca la gracia del Señor que le permite actuar en el Espíritu como hijo del Padre. La señal de la cruz fortalece en las tentaciones y en las dificultades”.