La familia está en los acontecimientos fundamentales de nuestra vida. Al nacer, cuando nos ganamos un precio, al terminar una carrera universitaria, en la boda, en los cumpleaños, cuando estamos enfermos, al presentarse algún conflicto, y, por último, al perder un ser querido.
Lo que significa, por tanto, que nuestra prioridad debe ser siempre la familia. Ya lo dice la gente con su expresión popular, “la sangre pesa más que el agua”. Queriendo decir claramente con ello, que primero van los nuestros y luego los demás.
Sin embargo, no es un secreto para nadie que, en la actualidad, la tecnología, el ritmo de la vida, la economía, la cultura y otras realidades humanas, lentamente han pretendido quitarle a la familia su importancia.
Por eso, algunas personas suelen expresar en voz alta que no tienen tiempo para estar con la gente que los vio nacer. Pero, es fácil encontrarlos con los amigos, de vacaciones, en fiestas y en salidas constantes.
En otras palabras, deja a un lado el cariño familiar, para asumir una vida más libre, suponiendo a veces que la familia no los necesita, cuando es todo lo contrario, siempre hay un espacio para nosotros.
En un abrir y cerrar de ojos, quienes no valoraban de dónde venían, fueron pasando la familia a un segundo plano. El auto, la diversión, los planes y proyectos, la agenda personal, los compromisos espontáneos.
En fin, poco a poco fueron apareciendo excusas injustificadas para alejarse, ignorar o simplemente para no compartir con los familiares, porque otras cosas ocuparon su lugar según iban creciendo, al llegar la adultez y cuando aparecieron otras actividades sociales.
Fue fácil decir que la familia lo entendería, que siempre comprenderán y estarían dispuestos a perdonar cada vez que se optara por darle más interés a las cosas pasajeras que a los familiares.
Creo que en distintos momentos nos engañamos a nosotros mismos. Entramos en un diálogo o, mejor dicho, hicimos un monólogo en torno a la realidad familiar que vivíamos y justificamos muchas cosas cuando nos dijimos que nuestros parientes podían esperar, que otras cosas ahora ocupaban su lugar.
Fuimos astutos para librarnos de cualquier acusación que nos pudiera perjudicar cuando descuidamos en cierto momento a nuestros seres queridos.
Ahora bien, cuando las cosas no salieron como uno lo esperaba, al ser traicionado por un amigo, conocido o persona del trabajo; al fracasar una relación amorosa, al sentirnos solo y desamparados, entonces recapacitamos y nos volvimos a dar cuenta que la familia no podía ser arrinconada, ni dejada a un lado.
Hicimos consciencia de que realmente la familia era la célula de la sociedad, y que, si la descuidamos, todo lo que somos y tenemos comenzaría a desaparecer. Y fue justo cuando nuestra vida dejó de tener colores, que despertamos de ese sueño, y delante del espejo, con lágrimas en el rostro, pudimos decir: sin la familia no somos nada ni nadie, porque ellos lo son todo en cada circunstancia de nuestra vida.