Los sueldos o los salarios, como usted prefiera llamar a ese dinero que le pagan o deberían pagarle a uno por trabajar, es un asunto que a pesar de tener tanta importancia para la vida, la subsistencia y el progreso de las personas, en nuestro país pasan cosas tan curiosas con ellos que a veces dan risa y otras veces ganas de llorar, algo así como cuando decimos que la cosa está apretá o la cosa está floja, que viene a ser la misma desgracia.
La palabra salario se originó hace unos 2.500 años, cuando se construyó una vía para llevar la sal desde puerto de Ostia, a la capital del imperio, Roma, y por ello se denominó Vía Salaria. A los soldados que cuidaban ese camino se les pagaba una parte en dinero y otra en sal, ya que entonces era muy apreciada, pues se usaba, además de alimento, como antiséptico para curar las heridas. Salario, pues, viene de la sal. Por otra parte, la acepción sueldo proviene de una moneda acuñada en oro durante el Bajo Imperio Romano denominada Solidus, con la que se llegó a pagar regularmente a las tropas y así ha llegado con muchos avatares sociales y económicos hasta nuestros días. Pero dejemos a los antiguos romanos en paz y volvamos a lo nuestro, los dichosos sueldos dominicanos.
Decíamos que daban risa porque la mayoría lo hacemos hasta con las muelas de atrás al ver lo poco que cobramos los días 15 y, después, al fijarnos en lo que nos queda a final de mes después de descontar los impuestos, los seguros y otros, lloramos. Pero resulta que en el curioso tren gubernamental, que debería ser un espejo donde se refleje la equidad del pago por el trabajo realizado para ejemplo de los demás estamentos laborales de la nación, se producen cosas que además de no ser comprensibles para cualquier persona medianamente racional, deberían ser además inadmisibles.
Por ejemplo, hay un funcionario de una superintendencia cobra entre pitos y flautas, o sea salario, dietas y otras prebendas, más de un millón y medio de pesos al mes, el equivalente a una plantilla de obra de 170 obreros con salario mínimo, más que el propio Presidente de la república que es el matatán y máximo ejecutivo, e inclusive devenga más que el presidente de los Estados Unidos ¡casi nada y casi nadie!
Nos imaginamos que si un día ese superintendente se encuentra con el Jefe Indio gringo en una de esas recepciones que dan los políticos, lo mirará por encima del hombro como diciendo… «pobrecillo, con toda su fama y su poder y no tiene un sueldo como el mío».
Un maestro cobra apenas 8.000 pesos que no dan ni para llenar ni medianamente el estómago y mucho menos para comprar un par de libros con qué nutrir el cerebro, y encima se le exige calidad de pedagogía, asistencia y superación personal.
Un policía arriesga su pellejo a diario con los peligroso malandros por cinco mil tristísimos pesos y además se le pide valentía, eficacia y honradez ¿Qué nos pasa? ¿Estamos como los avestruces con la cabeza debajo de tierra para no ver lo que sucede en el mundo real? ¡Cómo puede ser que todo un señor ministro gane 75.000 pesos al mes y otro casi 300.000!
¿Es que uno trabaja tres veces más o es el triple de importante que el otro? ¿Quién o quiénes tienen la autorización para fijarse no sólo esos sueldos de lujo, sino además unas pensiones vitalicias de super lujo después de unos pocos años de ocupar esos puestos?
Se hace urgente revisar esa política de sueldos, que además de costarnos muchos millones a los contribuyentes, es un pésimo ejemplo para el resto de los ciudadanos que doblamos el lomo por sueldos irrisorios. Ahora que estamos a punto de comenzar un nuevo gobierno, a ver si arreglamos de una vez por todas estas injusticias.
Señor nuevo Presidente ¡que no le falten tijeras para hacerlo!