Aquel señor, de cuerpo fornido, más bajo que alto, con desenvuelta tripa de nuevo rico ¡se veía tan bien acomodado en su silla!, lucía hermosamente papeado con piel rozagante recién masajeada con finas esencias orientales.
Desde hacía varios años, desde que fue elegido para el importante cargo que lo encarriló de inmediato hacia la riqueza y el poder, las cartas de los mejores restaurantes eran paseos gastronómicos para él.
Se sabía al dedillo dónde estaban las carnes más tiernas y suculentas, las importadas con certificación: agnus o short horn, nada por debajo en calidad, la sección de los exquisitos y variados entremeses entre los que sobresalían el caviar beluga -su preferido-, el salmón nórdico auténtico pescado a mano y con anzuelo, los mouses del más fino chocolate suizo, los champanes para brindis optimistas hacia un futuro aún más promisorio, el coñac añejo a manera de digestivo, de puro origen francés –nada del imitador brandy- y el habano que humeaba cadencioso a manera de lujosa chimenea tropical.
Saludaba con gestos fragosos, llenos de alardes de éxito a todos los comensales, los conociera o no, e inclusive se daba el lujo de ser condescendiente con el servicio del local.
Hola, María – la cocinera- cómo estás, a ver si hoy te sale la sopa bullabesa como siempre; con Ramón – el camarero – ¿qué tal tus hijos? ¿recibieron las medicinas que les mandé con mi chofer?
J con Juan – el vigilante- chequéame bien el carro, lo acabo de traer de Alemania ¡ me ha costado 150 mil dólares, no me lo vayan a robar! Una buena propina le esperaba, por lo que convenía aguardar hasta la madrugada.
Al pedir los platos, o al saludar, alzaba el brazo bastante más alto de lo normal mostrando un grueso reloj de oro y precisión suiza, bien colocado y visible en su gruesa muñeca, a la que rodeaban siempre unos impecables puños de su exquisita camisa, almidón sobre almidón, planchado sobre planchado.
Atravesados de ojal a ojal, asomaban las cabezas de elegantes gemelos con un delicado diamante engastado en el centro.
Al señalar cualquier indicación con su dedo índice, cuatro anacondas de riqueza se enroscaban sobres sus gruesos dedos a manera de anillos, uno de la universidad en la que destacó ya de joven como astuto profesional, siempre dispuesto a embarcarse en aventuras riesgosas pero rentables, el segundo, del matrimonio de toda la vida con doña Rita, como Dios y ciertas tradiciones sociales mandan, a pesar de sus muchas amantes fijas o de ocasión.
Un tercer anillo, costosísimo, que le regaló aquel personaje tan influyente como muestra de agradecimiento por la adjudicación de un jugoso contrato.
Un cuarto y extraño anillo tenía algo de talismán, para la buena suerte de una vida feliz y pletórica de la hay que alejar las malas venturas.
Sus amigos e invitados celebraban sus ocurrencias, chistes, sugerencias, críticas, y sobre todo las insinuaciones un tanto coloradas ante hermosas mujeres.
Aquel señor, después de unas buenas entradas y anipastos, tres platos principales a base carnes, pescados y mariscos, postres deliciosos, unos tragos sociales, un par de cafés expresos, otro par de copas más y un par de cigarros tan cubanos como la misma Habana, era un señor senado, bien senado, con un festín así ¡cualquiera no ¡