Y martillaba la frase en medio de la homilía aldeana. Y resonó durante noches y días y terminó convirtiéndose en prosa. Y, sin embargo, ni el Recital de Andrea Bocelli y mucho menos la lírica de Los Enanitos Verdes, le dieron significado al contenido; entonces, Fernando Leiva se acercó y cantó: “Siglos y siglos que estás dando tu amor y en el tiempo de mi oscuridad, me amaste. Fuego incesante que ardió en mi corazón, eres la esperanza de vivir la eterna libertad. Sin ti la vida se vuelve más gris y en este cielo y en esta tierra, mi Señor, yo cantaré tu nombre. Cristo, oh Cristo, tu amor se propagó y para los que han de llegar, serás su única verdad. Nuestra esperanza ayer floreció y en el tiempo de mi oscuridad, su luz nunca murió…”
En la infinidad de los tiempos. En el transcurrir de los años. Cuando embarga la oscuridad o irradia el esplendor de la luz, cuando encuentra un corazón rebosante de paz e incluso en el otro extremo, donde el odio no da pasos al hermano, allí existe el Ser Supremo: amando.
Y pasan los siglos y viene el esplendor o el bochorno, y siempre volvemos a acariciar el Amor y, todo porque “él nos amó primero” (1Jn 4,19), porque “es eterno su amor” (Sal 136).
Firme y constante en el universo. Como el mayor, él marca la pauta a sus dos hermanitas y entonces, la fe y la esperanza van cediéndole su espacio para afirmar su principalía (1Cor 13,13). Y en su fidelidad, los siglos han demostrado que es “el mismo ayer hoy y siempre” (Hb 13,8) y en cada momento, en cada época y en cada situación se actualiza y alegra saber que “no hay amor más grande que el que da la vida por los amigos” (Jn 15,13) y es Adán y Cristo, Navidad y Viernes Santo, es Belén y Gólgota, Tumba Vacía y Ascensión, Pentecostés e Iglesia.
En fin, siglos transcurridos de un Dios que “es amor” (1 Jn 4,8), ilimitado, eterno; un don de amor visible a la humanidad, la más bella noticia que jamás hayan escuchado montes y colinas, llanuras y ciudades.