Retomo el tema al cual quiero referirme esta vez, se trata del Congreso Nacional. Si bien es cierto que la Constitución de la república dice que para aspirar o pertenecer a una de las dos cámaras legislativas, sólo es necesario haber cumplido veinticinco años de edad y residir en el lugar de elección por un espacio razonable de tiempo, no menos cierto es, que por la complejidad de la función que se tiene a mano, debería haber algún tipo de control que restrinja a ciertos ciudadanos que no reúnen las condiciones mínimas para optar por una curul en el palacio del Congreso Nacional.
Cuarenta o treinta años atrás, un Senador o Diputado era una persona capacitada y verdaderamente honorable en su demarcación, excepto unos que otros analfabetos que lograban colarse en esos cargos, pero no por eso dejaban de ser honorables o dignos representantes de sus demarcaciones.
Hoy día vemos un Congreso prácticamente invadido por personas de conductas reprochables. Narcos, riferos, prostitutas, faranduleros y la chusma más heterogénea aspiran o disponen de una curul en la institución llamada a elaborar las leyes que necesita el país.
Hoy que se aproxima un nuevo certamen electoral se puede apreciar un incremento considerable de esa claque a la que hacemos referencia, aspirando a Senador o Diputado, atraído por lo que allí se oferta y se compra, más los beneficios colaterales que le añaden de que alguien le llame “honorable”.
La compra de un legislador en venta en la actual coyuntura política se dice que oscila entre los treinta a los cuarenta millones de pesos dominicanos, que no caen nada mal al bolsillo de un desbaratado que haya conseguido llegar al congreso como Senador o Diputado.
Lo curioso es que esos actores a quienes hacemos referencia son los que a la hora del ciudadano sufragar consiguen la mayor cantidad de votos, lo que explica de manera clara el deterioro progresivo de esa tan delicada institución del Estado dominicano. El pueblo votante está llamado a hacerse una revisión reflexiva a la hora de elegir por quien votar, para luego no llorar en el muro de los lamentos.