La lámpara colgaba del poste del tendido eléctrico. Estaba situada en la carretera, justo en frente donde se construía el Club de los Comerciantes Mayoristas, miraba impasible a su alrededor.
Aquel lugar estaba desierto para la época de los ochenta. Los escasos vecinos distaban a más de cuatrocientos metros de allí. Solo la potente luz que despedía la lámpara me hacía compañía aquella noche, la cual, a su vez, hacía que se reflejaran a lo lejos sombras gigantescas parecidas a monstruos de otros mundos.
Era mi primer día de trabajo en la referida construcción y mi primera experiencia laboral. Servía allí como edecán de los ingenieros y maestros constructores durante el día.
Antonio Peña, un amigo de infancia, había perdido la vida cuando adolescente, próximo a aquel lugar donde yo laboraba. Un bus del metro lo atropelló de tal manera que no sobrevivió. Puedo recordar hoy como el primer día ese fatídico momento de espanto y de terror. Igual suerte le ocurrió al compe cuando se trasladaba en una motocicleta por aquellas inmediaciones y a otros tantos desafortunados que perdieron sus vidas en circunstancias parecidas. Muchos tienen la creencia de que ese trayecto pudiera estar embrujado o poseído por algún maleficio, debido a que en tiempos del Jefe allí colgaban a cualquiera de los desafectos al régimen, y hay de quien se aventurase a salir de sus hogares sin los tres golpes.
Alemán, hermano de sangre del compe, afirmaba haber visto en ocasiones a gatos negros de tamaño fuera de lo común, que caminaban erguidos como hombre. Vivía en frente de la obra que se levantaría donde habían caído las víctimas mencionadas, el buen hombre tenía a su cuidado una finca de pastoreo de ganado propiedad de un potentado pueblerino, esbirro de los 12 años.
Yo lo escuchaba atento, sin intervenir, mientras pensaba en las dos ocasiones que estuve a punto de perder la vida a escasos metros de aquel lugar por haberme accidentado cuando conducía el Kawasaki 90, que habían inventado los japoneses para que no quedara con vida criatura que lo montara.
Alemán continuaba dando riendas sueltas a su prodigiosa imaginación, hilando historias de muertos. Yo bostezaba aburrido. Era día de elecciones nacionales, donde se elegiría al presidente de la república, a los miembros del Congreso Nacional y a las autoridades municipales. Un inusitado trajinar de personas camino a los centros de votaciones se podía ver a lo largo del día. El candente sol del mes de mayo casi derretía la fina capa asfáltica de la carretera.
A pesar de yo haber cumplido con las diez horas de trabajo asignadas, debía esperar mi reemplazo, el cual, por su condición de Alcaide Pedáneo estaba en un centro de votación; él así me lo había pedido.
A medida que avanzaba la noche mi nerviosismo aumentaba. Los cuentos trágicos de Alemán se arremolinaban en mi consciente. Esperaba sorprender a algún intruso que osara ir a robar a la construcción. El afilado machete que blandía en mi mano derecha apenas podía sostenerlo, me lo había entregado el señor Alcaide para usarlo de ser necesario. El perro que le hacía compañía a Alemán maullaba desesperado, igual mugían las reses, el viento silbaba y se estrellaba contra el copioso samán que servía de refugio a cientos de murciélagos y a insectos nocturnos que allí se guarecían.
“El peligroso”, así le llamaban a Pedro Mena, ferviente peledeísta de esa época y residente en la comunidad, el cual regresaba del centro de votación que le habían asignado como delegado de su partido. Se quejaba amargamente de que en su mesa solo apareciera el voto suyo y el de tres compañeritos más. Otra vez Balaguer se había salido con lo suyo.
Yo seguía atento, vigilante ante el más mínimo detalle que pudiera surgir en lo que era mi área de trabajo.
aminé hacia la parte trasera de la construcción. Los murciélagos revoloteaban en las ramas del samán, una docena de sapos se entretenía muñendo las heces de los insectívoros, me miraban de soslayo con sus protuberantes ojos; los ignoré y prosiguí caminando. De repente me detuve, petrificado como la calle misma. Ante mis ojos, recostada la espalda en la pared de uno de los edificios en construcción, se divisaba una sombra de gran tamaño, quieta; al igual que yo, inerte. No había dudas, alguien estaba allí con la intención de robar materiales de construcción; quizás pudiera andar acompañado de alguien más, me dije, lo cual me perturbaba aún más. Un sudor frío y pegajoso se había adueñado de mi cuerpo, pensaba en las historias que me había contado Alemán en el transcurso del día. Muchas historias de rateros yo había escuchado desde niño, la más socorrida era aquella en que el ladrón estaba dispuesto a matar o a que lo mataran. Seguía temblando de pies a cabeza. Mi primer impulso fue echarme a correr, pero mi responsabilidad me lo impedía; tomé una gran bocanada de aire fresco hasta casi reventar mis pulmones, al tiempo de increpar al intruso que permanecía allí, impávido, con la mirada oscura como la noche.
– ¿Qué hace usted ahí? –, le pregunté al intruso, simulando un valor que contrastaba con el miedo que me –consumía.
– El silencio hizo mutis en aquella figura imponente, de actitud arrogante.
– ¡Yo voy a ver si ahora no me va usted a decir qué busca aquí!, volví a decir.
Armado de un valor que estaba muy lejos de sentir, me incliné para tomar una piedra e intentar lanzársela al intruso, el cual, de manera simultánea, hizo lo mismo que yo. Impulsado por un resorte corrí como un galgo hacia la calle, el machete había caído al suelo de manera intempestiva. Mi prioridad era correr tan rápido como soportaran mis piernas. Me imaginaba al desconocido detrás de mí, muy diligente y decidido a darme alcance; pensaba me derribaría con un solo golpe de sus poderosas manos, y una vez en el suelo me picaría como a un cerdo infeliz.
Jadeante, consigo llegar donde vivía mi amigo Alemán. El perro me miraba indiferente; solo atinaba a lamerse las heridas que se había provocado fruto de la sarna que lo consumía.
Luego de contarle a mi amigo lo que me había sucedido minutos antes, ambos regresamos cautelosos al lugar de los hechos.
La lámpara en lo alto nos miraba con destellos burlones; esta vez parecía brillar su luz con mayor intensidad.
Alemán sostenía en su mano derecha un afilado machete, y en la izquierda una poderosa linterna de seis baterías. Nos dirigimos hacia el lugar donde yo había visto la misteriosa figura de apariencia humana. Me detuve, al igual que mi acompañante, justo en el lugar del primer encuentro. Allí, recostadas de espaldas a la pared, dos figuras con características similares a la primera, nos observaban fijamente, en silencio. Esta vez ya no sentía miedo, quizás por la presencia de mi acompañante, quien no atinaba a comprender por qué nos habíamos detenido.
– ¿Ves a aquellas dos figuras allá al fondo?, le pregunté.
– No, yo no veo nada– me respondió mi amigo, mirándome intrigado; para luego agregar: — A veces el miedo nos hace ver cosas que no existen.
– Comprendo–, respondí sonriente, al tiempo que seguía mirando con desgano las dos figuras que permanecían tranquilas frente a nosotros.
Alemán, incrédulo hasta el momento, dirigió la luz de su linterna hacia donde yo le señalaba estar viendo las dos sombras, las que al contacto con la luz se desintegraron ante mis ojos, quedando mi amigo y yo de pie, mirándonos sin decir palabras; luego reímos, reímos a carcajadas.
Cuento inédito del escritor: Felix Paulino
Comente esta publicación