Yo seguía atento, vigilante ante el más mínimo detalle que pudiera surgir en lo que era mi área de trabajo. Caminé hacia la parte trasera de la construcción. Los murciélagos revoloteaban en las ramas del samán, una docena de sapos se entretenía muñendo las heces de los insectívoros, me miraban de soslayo con sus protuberantes ojos; los ignoré y prosiguí caminando. De repente me detuve, petrificado como la calle misma. Ante mis ojos, recostada la espalda en la pared de uno de los edificios en construcción, se divisaba una sombra de gran tamaño, quieta; al igual que yo, inerte. No había dudas, alguien estaba allí con la intención de robar materiales de construcción; quizás pudiera andar acompañado de alguien más, me dije, lo cual me perturbaba aún más. Un sudor frío y pegajoso se había adueñado de mi cuerpo, pensaba en las historias que me había contado Alemán en el transcurso del día. Muchas historias de rateros yo había escuchado desde niño, la más socorrida era aquella en que el ladrón estaba dispuesto a matar o a que lo mataran. Seguía temblando de pies a cabeza. Mi primer impulso fue echarme a correr, pero mi responsabilidad me lo impedía; tomé una gran bocanada de aire fresco hasta casi reventar mis pulmones, al tiempo de increpar al intruso que permanecía allí, impávido, con la mirada oscura como la noche.
– ¿Qué hace usted ahí? —, le pregunté al intruso, simulando un valor que contrastaba con el miedo que me consumía.
El silencio hizo mutis en aquella figura imponente, de actitud arrogante.
– ¡Yo voy a ver si ahora no me va usted a decir qué busca aquí!, volví a decir.
Armado de un valor que estaba muy lejos de sentir, me incliné para tomar una piedra e intentar lanzársela al intruso, el cual, de manera simultánea, hizo lo mismo que yo. Impulsado por un resorte corrí como un galgo hacia la calle, el machete había caído al suelo de manera intempestiva. Mi prioridad era correr tan rápido como soportaran mis piernas. Me imaginaba al desconocido detrás de mí, muy diligente y decidido a darme alcance; pensaba me derribaría con un solo golpe de sus poderosas manos, y una vez en el suelo me picaría como a un cerdo infeliz.
Jadeante, consigo llegar donde vivía mi amigo Alemán. El perro me miraba indiferente; solo atinaba a lamerse las heridas que se había provocado fruto de la sarna que lo consumía.
Luego de contarle a mi amigo lo que me había sucedido minutos antes, ambos regresamos cautelosos al lugar de los hechos.
La lámpara en lo alto nos miraba con destellos burlones; esta vez parecía brillar su luz con mayor intensidad.
Alemán sostenía en su mano derecha un afilado machete, y en la izquierda una poderosa linterna de seis baterías. Nos dirigimos hacia el lugar donde yo había visto la misteriosa figura de apariencia humana. Me detuve, al igual que mi acompañante, justo en el lugar del primer encuentro. Allí, recostadas de espaldas a la pared, dos figuras con características similares a la primera, nos observaban fijamente, en silencio. Esta vez ya no sentía miedo, quizás por la presencia de mi acompañante, quien no atinaba a comprender por qué nos habíamos detenido.
– ¿Ves a aquellas dos figuras allá al fondo?, le pregunté.
– No, yo no veo nada— me respondió mi amigo, mirándome intrigado; para luego agregar: — A veces el miedo nos hace ver cosas que no existen.
– Comprendo—, respondí sonriente, al tiempo que seguía mirando con desgano las dos figuras que permanecían tranquilas frente a nosotros.
Alemán, incrédulo hasta el momento, dirigió la luz de su linterna hacia donde yo le señalaba estar viendo las dos sombras, las que al contacto con la luz se desintegraron ante mis ojos, quedando mi amigo y yo de pie, mirándonos sin decir palabras; luego reímos, reímos a carcajadas.
Fin.
Comente esta publicación