La finalidad de la Cuaresma es llegar a la Pascua. La práctica del ayuno, la penitencia y la oración tienen precisamente como objetivo sacrificar el cuerpo para que se fortalezca el alma. Esto es diferente a las realidades humanas, que constantemente buscan satisfacer el cuerpo aunque se empobrezca lo espiritual. No es casualidad entonces, que el gimnasio, las dietas, el cuidado de la piel, entre otras, estén en boga, porque sabemos que hoy más que nunca existe un culto a lo material, a lo corpóreo.
El tiempo de Cuaresma es una propuesta de la Iglesia para vitalizar el alma, un volver a encontrarnos con Dios. Pero para eso, se hace necesario ir a nuestro desierto, enfrentar nuestras debilidades, reconocer cuáles son nuestras tentaciones, vacíos y espacios más oscuros, y tomar la firme decisión de hacer un camino de conversión. Pues, la única forma de mantener siempre nuestro corazón puro y lleno de paz, es cuando hacemos todo un peregrinar interior para colocar cada cosa en su sitio…
Jesucristo marcó las pautas para hacer posible que nuestra voluntad estuviera dirigida a emprender ese proyecto a nuestro corazón. De aquí que, primero fue al desierto, enfrentó las tentaciones del maligno, vivió su tiempo de preparación y apertura a su Padre y más tarde bajó para comenzar su misión. Es decir, que las huellas de la Cuaresma fueron trazadas por el Maestro. No se quedó como un mero espectador, tampoco como quien observa de lejos nuestros sufrimientos y dolores, sino que asumió la condición humana (cf. Flp 2, 7), vivió entre nosotros y nos ensenó la vía para llegar a Dios.
También en la Cuaresma recordamos cuando Jesús subió al monte Tabor y se transfiguró delante de los discípulos más cercanos (Pedro, Santiago y Juan) para confirmar el lugar donde iba a morir y de este modo, dar gloria a Dios, quien nos devuelve la esperanza que nos robó el pecado, nos renueva en la gracia y en su amor, para tener la mirada en la resurrección. Aunque hay que decir que, en ocasiones, todos hemos sentido el deseo de abandonar el sendero espiritual, dejar a un lado a Dios y vivir en el pesimismo, porque ya sea por las heridas o por los momentos amargos que hemos vivido, no siempre aparecen las fuerzas para permanecer firmes en la fe.
En definitiva, en la Cuaresma todo cristiano debe pasar de la tentación a la transfiguración. No debemos quedarnos contemplando el pecado y nuestro pasado, sino que debemos entrar en el reconocimiento de nuestra necesidad de Dios. Ya lo decía el santo Carlo Acutis: “Todos nacen como originales, pero muchos mueren como fotocopias”. Por tanto, dejémonos abrazar por la Cuaresma, seamos capaces de vivir cada paso, momento y circunstancia, entremos en contacto con la misericordia celestial, de aquel que padece, muere y resucita para la salvación de cada uno de nosotros.